Tiz..niño esquilar CAPITULO VI: DIALOGOS FRENTE AL DIALOGO
CAPITULO VI: DIALOGOS FRENTE AL DIALOGO
13 de diciembre. No había luces de bengala ni fuegos
artificiales. Sólo la luz cálida del comedor, el perfume de la pizza casera, la
cumbia templada por el ritmo descontracturado de un boom boom kid que aún
creíamos subversivo. Lolo dormía enroscado como una luna mínima, mientras mi
madre y mis hermanas charlaban en la cocina. Natalia y Laura reían con un vaso
de vino. Y yo, por dentro, esperaba... algo.
Entonces
sonó el teléfono. Era un llamado extraño, uno de esos que no llegan
desde un número, sino desde un estado del alma. Me lo alcanzaron. MTV
seguía transmitiendo videoclips sin sentido. Yo ya sabía quién era, quién
tenía que ser. Era él.
El señor Esquilar.
Mi voz, al nombrarlo, sonó
entusiasta. Monumental. Como si al fin el universo me diera una señal.
Pero algo en su tono... algo no
cuadraba. Había frío en sus palabras. Un frío que no era suyo, sino prestado,
como si lo habitaran otros vientos.
Entonces, como en un sueño lúcido o
un ensayo astrológico, comencé a imaginar el diálogo entre nuestros signos.
Sagitario (con el
fuego en la garganta):
—¡Al fin, apareciste! ¿Sabías que hoy es el día en que los planetas se alinean
para que te escuche sin máscaras? No sabés lo que significó para mí tu llamado.
Te estaba esperando. Todo está preparado: la música, la comida, el espacio...
sólo faltás vos.
Libra (con una
voz tan bella como distante):
—Lo sé. Te imaginé. Te sentí. Pero tengo... otros compromisos. Ya sabés cómo
soy, el equilibrio me obliga a atender otros asuntos. No es que no quiera
estar. Es que no puedo dividirme.
Sagitario (forzando
una sonrisa que le duele):
—Decime, ¿cuánto pesa tu balanza, Libra? Porque yo puse todo de mi parte: el
corazón entero, las ganas, hasta el miedo. Y vos... vos ponés dudas.
Libra (evasivo,
gentil):
—No dudes de mi afecto. Sos... el afecto más hermoso que uno puede tener. No es
este el momento, pero habrá otro. Nos vamos a ver. Lo prometo.
Sagitario (ya casi
murmurando, hacia sí):
—¿Prometés? Vos, que te vas como el viento. Vos, que llegás sin fecha y te vas
sin aviso...
Libra (antes de
cortar, con una voz de terciopelo):
—Sagitario, ojalá supieras cuánto te pienso, incluso cuando no te llamo. No
seas injusto conmigo. Mi distancia no es falta de amor. Es mi forma de estar sin saber cómo
estar.
Y así, como quien apaga una vela en
plena canción, el llamado se cortó.
Yo, aún con el teléfono en la mano,
miré a Lolo —mi testigo silencioso— y sentí eso que solo el alma conoce: la
mezcla perfecta de felicidad y tristeza. El sabor ambiguo de lo que es y no
puede ser al mismo tiempo.
Había dejado
pasar el 13 de diciembre como quien deja pasar una fecha sagrada por respeto a
la ausencia. Lo dejé pasar no sin dolor, no sin un dejo de decepción que me
ardía en la nuca, como si alguien me hubiera dicho que no merecía siquiera el
regalo del tiempo ajeno. Ese día, mi
cumpleaños, él no vino. Y sin embargo, no me enojé. No lo culpé. No pude. Porque su ausencia era una
forma más de estar. Porque estar con él o estar sin él, como diría Borges, era la medida de mi tiempo.
A veces uno
aprende a esperar de quienes no prometieron nada. Pero a él le había dado mi historial crediticio emocional
completo, y ahora me encontraba así: sin saldo, endeudado en
sentimientos, con el corazón hipotecado y la esperanza vendida al menor postor.
Y aun así, me preparaba para verlo.
El 17 de
diciembre cayó sábado. Un sábado que se sentía como primavera tardía, con aroma
a promesa y cielo de pre-verano. Ese día me anoté en la universidad. Un gesto
casi simbólico, porque lo que realmente marcaba mi adultez no era la firma en
un formulario de inscripción, sino la decisión de tomar transporte público hacia él, de dejar mi casa, mi seguridad,
mis certezas, y lanzarme al abrazo posible —o imposible— del Señor Esquilar.
Me acuerdo
cada detalle con una claridad insoportable: la remera de color negro con letras
blancas que había comprado en Parque Rivadavia, el jean con la costura rota que
insistía en usar porque él una vez me dijo que me quedaba bien, y mi viejo MP3 plateado cargado con canciones que
hoy, casi dos décadas después, me siguen doliendo. El Otro Yo, Fun People,
Miranda, Belle and Sebastian. Una banda sonora de adolescencia, de esa
época en la que cada estrofa es un verso tatuado en la piel del alma.
Salí de
casa como quien va a una cita con el destino.
Mi mamá me
dio un beso. No preguntó adónde iba. Lo intuyó. Ella siempre supo que cuando
uno sale con ese brillo en los ojos y ese temblor en las manos, no va a un
lugar: va hacia una persona.
Nos habíamos
mensajeado todo el día. De esos mensajes breves, de celular a celular, con
demoras que parecían eternidades. Pero él me había dicho que me esperaría en la
esquina de Avenida Rivadavia y Nazca.
Y si lo dijo, era porque lo pensaba. Porque lo sentía. ¿O no?
Viajé en colectivo, en tren, en subte. Todo lo que el transporte público
me ofreciera, yo lo usé. Iba armado con mi ansiedad y mis
caramelos de menta —los mismos que él solía pedirme cuando fumábamos después de
caminar por Parque Centenario. Iba feliz. O al menos, lo creía.
Estaba
loco de amor. Ciego. No lo sé. Quizás ambas.
Lo que sí
sabía es que ese sábado me convertía, una vez más, en ese adolescente que ama
con el cuerpo entero, que pone el alma en las manos del otro sin pedir
garantías. Porque sí, yo esperaba verlo. Pero más aún, esperaba que él me viera. No con los ojos, sino con ese tercer ojo
que a veces se abre cuando el amor es real.
Pero también sabía, aunque no quería
decirlo en voz alta, que podía no
estar. Que podía fallarme. Que podía borrarse otra vez, como el 13.
Y sin embargo fui.
Marcelo Consciente:
—Te estás regalando otra vez. Estás yendo como un feligrés a una iglesia en
ruinas. ¿De verdad creés que él te espera con las mismas ganas con las que vos
vas?
Marcelo Inconsciente:
—No lo sé. Pero ¿y si sí? ¿Y si por una vez la vida me concede un milagro? Hay
una luz en él que me sigue llamando. No puedo apagarla todavía.
Consciente:
—Esa luz no es para vos. Es el reflejo de lo que proyectás. Es tu necesidad de
ser amado la que lo ilumina. No es él. Sos vos viéndote en él.
Inconsciente:
—Pero hay momentos en que me mira como nadie. Como si me entendiera, como si
supiera lo que callo. A veces siento que sí me ama, pero no sabe cómo.
Consciente:
—¿Y vos vas a enseñarle a amar mientras te vaciás? ¿Vas a seguir ofreciéndole
tu ternura como un mártir moderno del afecto? ¿Quién te cuida a vos?
Inconsciente:
—Nadie. Pero prefiero eso a no sentir. Prefiero dolerme con esperanza a
resignarme sin poesía.
Consciente:
—¿Y cuando te rompas por dentro, quién va a juntar los pedazos?
Inconsciente:
—Tal vez yo. O tal vez nadie. Pero si no voy, si no lo intento, voy a vivir
preguntándome qué habría pasado. Y eso también duele.
Consciente:
—Duele más el “casi” que el “nunca”. Lo sé. Pero ya no tenés nada que
hipotecar. Ya diste todo. Ya estás en números rojos de amor.
Inconsciente (con voz
temblorosa):
—Pero si me sonríe... si me abraza... si me dice “te extrañé”, entonces todo
este viaje valdrá la pena.
Consciente:
—¿Aunque sea mentira?
Inconsciente:
—Aunque sea por un segundo. Porque a veces un segundo de ternura compensa años
de soledad.
Ese sábado no fue cualquier día. Fue
una declaración de fe a lo intangible.
Fue la afirmación de que aún existen personas que aman con la pureza de un
pájaro ciego volando hacia un horizonte inventado. Fui feliz ese día. Aunque no
sé si me vio. Aunque no sé si realmente me esperó.
Lo que sí sé es que yo estuve ahí. Yo fui. Yo sentí.
Y en tiempos de afecto superficial, eso no es poca cosa.
Domingo.
Amanecí diferente.
Era como si en algún rincón del sueño alguien me hubiera arrancado una parte
del cuerpo y la hubiera dejado mal colocada, invertida, dislocada. No era
tristeza todavía. Era una conciencia nueva. Una sospecha.
Habíamos estado juntos. Sí. Habíamos
tomado un café, hablado de todo y de nada, como si ese “todo y nada” no fuera
justamente lo que nos condenaba. La ventana era oscuro, pequeño, con el vidrio
empañado por la humedad de diciembre. Afuera, el mundo seguía girando, pero
dentro de ese rectángulo de tiempo que compartíamos, todo se detenía.
Él estaba raro. O quizá yo estaba
más lúcido. Sentía que me miraba, pero
no me veía. Que me escuchaba, pero no me oía. Que me tocaba, pero no me sentía.
Y ahí supe que algo, algo profundo e irreversible, estaba ocurriendo.
¿Era eso
la revelación? ¿Estaba, al fin, viendo su oscuridad? ¿O estaba viendo la mía
reflejada en él?
Ese cuarto
seco, sin adornos, sin plantas, sin alma, como si el espacio ya se
estuviera despidiendo de mí antes de que él pudiera hacerlo. Todo era silencio
contenido, palabras entre líneas, ausencias colgando del techo.
Y entonces llegó el abrazo.
Un abrazo puede ser una despedida,
aunque no se lo diga.
Y ese abrazo... fue todo.
Marcelo (temblando):
—¿Esto es un adiós?
Abrazo (sordo, prolongado, pero sin vida):
—No tengo palabras. Solo esta forma de tocarte por última vez.
Marcelo (con lágrimas que no salen):
—¿Es porque ya no me querés?
Abrazo (con voz hueca):
—Nunca fue eso. Pero ya no hay lugar para vos en su tiempo. Él ya no te busca
con el alma. Vos te seguís entregando, él solo recibe.
Marcelo:
—¿Y por qué no me lo dijo?
Abrazo:
—Porque no todos saben cerrar puertas. Algunos simplemente se van dejando la
luz encendida, para no parecer tan crueles.
Marcelo (más firme):
—¿Entonces esta es la última vez?
Abrazo (con ternura triste):
—Sí. Pero yo voy a quedarme. Voy a repetirme en tus recuerdos, en tu forma de
querer, en tu miedo a que te dejen.
Marcelo:
—Entonces no es un adiós.
Abrazo (susurrando):
—No, Marcelo. Soy el adiós que nunca fue. El que vive en tu memoria poética. El
que vuelve cuando menos lo esperás, cuando alguien te abrace y no sepa hacerlo
como vos deseás. Yo
voy a estar ahí.
Ese día salí de su casa sabiendo que
no lo iba a volver a ver. O al
menos, no de la misma forma.
Porque él ya había hecho lo que vino a hacer: desdibujarme, desarmarme, como un pintor que decide que su obra no sirve
y empieza de nuevo. Yo era esa obra. Yo era ese lienzo que ya no le servía.
Y sin embargo, no me fui vacío.
Me fui lleno de una aceptación dolorosa pero necesaria. Entendí que hay
amores que vienen a enseñarnos cuánto podemos sentir, no cuánto nos pueden
amar. Que hay personas que pasan por nosotros como trenes fantasmas: sin
detenerse, pero dejando un eco imposible de olvidar.
Lo amé. Lo
esperé. Me rompí. Lo entendí. Me fui.
Y así termina este cuento.
No con un portazo.
No con un grito.
Sino con un abrazo mudo que supo más
que mil palabras.
Aldo Marcelo Luna
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