Tiz... niño esquilar CAPÍTULO V: ENTRE DIPLOMAS, MEDALLAS Y EL TÚNEL

 CAPÍTULO V: ENTRE DIPLOMAS, MEDALLAS Y EL TÚNEL




Siete de diciembre. La víspera de la Inmaculada Concepción. Cada fecha en esta historia está anclada, fija, sin antifaz. No hay nada que ocultar porque todo lo sentido floreció con sinceridad. Aquel amanecer brillaba con una certeza solemne: todo terminaba y algo comenzaba. Sí, esa frase usada hasta la herrumbre. Tanta repetición la vuelve cliché, la vuelve óxido, pero es difícil escaparle: se cerraba una etapa y se abría otra.

Siempre detesté esa fórmula, de manual, prefabricada. Por eso yo no buscaba continuar catedrales viejas: las demolía. Y sobre sus ruinas levantaba las mías, vírgenes de polvo, sin humedad ni telarañas. Mi misión era crear un porvenir inédito. Imaginaba —iluso, quizás— que él formaría parte de ese salto hacia el universo académico, hacia ese mundo que él dejaba atrás y yo apenas empezaba: la abogacía en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, Facultad de Derecho.


(Aquí me detengo, Borges en "El Hacedor" me acompaña, sus relojes de arena que miden lo eterno, los tigres que jamás repiten sus manchas, el río de Heráclito que no cesa de correr mientras uno se baña dos veces en su corriente).

Él venía, yo lo sabía. Su presencia era una promesa de sangre, y la sola idea de tenerlo cerca me idiotizaba, me elevaba. ¿Quinceañera? Algo así. Entregaban las medallas y los diplomas de finalización del secundario, ese umbral entre el mundo pueril y el adulto. Fantaseaba con que ese momento fuera también nuestro. En mi cabeza, su cercanía sellaba una teoría absurda pero hermosa: formar parte de su entorno. Sin embargo, el desequilibrio estaba ahí. Yo entraba al mundo, él salía. Como esas líneas paralelas que, aunque lleguen a la eternidad, jamás se tocan.


(Silvina Ocampo me susurra desde una dimensión torcida: el amor es geometría en estado onírico, un artificio que bordea el abismo de lo incompleto).

Él se demoraba. Mis hermanas y mi madre ya se habían ido. Mi prima y yo lo esperábamos. Mi camisa blanca resplandecía con una escarapela que no pedía permiso. Pantalón beige, collar incómodo. Toda mi imagen era una construcción para él, para lo que quería que fuéramos, para la perpetuidad compartida.


(La eternidad según Borges no es más que una sucesión de instantes repetidos, como relojes de arena que giran sin cesar. Nosotros, como ríos, nos perdíamos en el cambio constante. ¿Quién podía sostener al otro?)

La ceremonia era a las seis. No me preocupaba su demora. Había aprendido que el amor también es una forma de fe, una religión sin iglesia. Él me había enseñado a mirar sin bajar la cabeza, a habitar el cuerpo con seguridad. ¿Estaba creciendo? Tal vez sí. Aprendí por mí lo que nadie me enseñó: que el cuidado de uno mismo es la antesala del cuidado del otro.
(Foucault murmura desde el margen: el cuidado de sí no es vanidad, sino un acto político, una ética, una manera de habitar el mundo y a los demás).

Pero él no sabía de responsabilidad afectiva. No la poseía. Yo creía que sí. Quería creer que me cuidaba, como en esas tradiciones orientales donde, al romperse una taza, no se desecha: se repara con oro para hacerla más fuerte. Él era médico. Era su lógica: restaurar. Pero a mí me dejó roto.

Lo vi bajar del colectivo 543 letra A, en la esquina de Iparraguirre. Yo vivía en Potosí. Hermoso, como siempre. Erguido, esbelto, dueño de sí. Nos abrazamos con pasión. Mi prima y yo compartimos un taxi con él. En ese trayecto, sentados lado a lado, el pulso de su cuerpo me envolvía. Deseaba que ese momento durara para siempre. Él era la antítesis del vacío que me habitaría después.

Porque luego, cuando me soltó, llegaron las apps. Cacería de carne. Me volví cuerpo que busca vitamina. Llegaron las drogas. El descuido. La noche que no termina. La congoja.
(Y entonces la tragedia griega. El destino ineludible. Las Parcas tejiendo hilos que no podés cortar. Oráculos mudos. El esoterismo de lo inevitable. Y el existencialismo: somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros, decía Sartre. Y yo hice abismo de un beso).

Llegamos tarde. Perdí la oportunidad de portar la bandera. Me senté junto a Natalia, mi amiga entrañable, hermana del alma como Lorena. Habíamos planeado que esa noche, con nuestras parejas, cerraríamos el ciclo con pizzas caseras y risas auténticas. Aquella juventud era un fuego limpio, sin envidias ni heridas. Hoy lo pienso con nostalgia: brillábamos sin miedo a quemarnos.

De pronto escuché mi nombre. "Luna". Subí al escenario. Recibí el diploma, la medalla al mejor compañero, al mejor promedio. Fue un festín de luz, un destello sano.
(Y sí, Foucault, tenía razón: el cuidado de sí es también el acto de preservar lo que amamos. Aunque él no supiera sostenerme emocionalmente, supo enseñarme a cuidarme en otras formas. Como un médico que no sabe de abrazos, pero sí de profilaxis).

 

Y aún así, lo amé. Con una esperanza que no se cura.
Con un amor que, como los relojes de arena de Borges, no termina: sólo gira.


Aldo Marcelo Luna

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