AUTORRETRO DE UN IDIOTA LUCIDO
AUTORRETRO DE UN IDIOTA LUCIDO
A veces siento que nací con un don divino: la
habilidad casi artística de meter la pata. Es un talento, diría, una
coreografía de torpezas que se materializa sobre todo en mi lenguaje. Mis
palabras no salen: tropiezan, se resbalan y caen como si fueran borrachas,
torpes, desprolijas. Y lo peor es que, cuando me doy cuenta del error, ya se ha
evaporado como un sueño que se escapa al amanecer. Mi memoria selectiva,
cómplice silenciosa de mi desastre verbal, se encarga de enterrarlo con
rapidez.
Confieso que me gusta creerme un ser
incapaz de herir, como si mi lengua fuera una caricia y mis pensamientos,
algodones. ¡Pobre ingenuo! Lo hago todo el tiempo. Es curioso cómo la gente
insiste en pensar que mis palabras, aunque filosas, son sinceras. Tal vez lo
son. ¿Pero no es la sinceridad, al final, una forma elegante de crueldad? Kafka
me susurraría al oído que lo mío no es un defecto, sino una vocación.
Lo que pienso, lo digo. A veces con
la violencia de una piedra lanzada al vidrio. No me escondo, no me importa demasiado
el miedo, y debo confesar que me fascina el peligro, lo prohibido, el borde
mismo de las cosas. El riesgo me alimenta; lo cotidiano me adormece.
Intelectual de ocasión, con ínfulas de honestidad, pero cruel cuando la verdad
se me atraviesa en la boca. En mis días buenos, dicen que soy encantador, casi
agradable, como esos gatos que ronronean hasta que deciden morderte.
Soy una paradoja con patas:
introvertido y extrovertido al mismo tiempo, un promotor del corazón que vive
con la mente siempre alerta, como una maquinaria que no deja de girar aunque el
silencio lo cubra todo. Creo en la ética como otros creen en amuletos, y me
aferro a ciertos ritos como si de ellos dependiera mi salvación. A veces pienso
que mis supersticiones son la forma más sofisticada de burlarme de mí mismo.
Tengo una rara capacidad de
sacrificarme por mis objetivos, pero esa virtud se pudre en cuanto la exijo a
los demás. Soy leal, excesivamente leal, con mis amigos. No tengo pelos en la
lengua para decir lo que pienso, aunque luego me sorprenda perdonando con
facilidad, como si mi memoria frágil me salvara de mi propio rencor. Es
curioso: esa misma franqueza que me condena es la que me hace confiable.
En el amor soy una especie de
fugitivo domesticado. Necesito sentirme libre, incluso cuando me quedo quieto.
Tal vez por eso priorizo mis obsesiones profesionales sobre los intereses de mi
pareja. Pero si el azar me regala una relación estable, soy fiel, excelente
incluso. Un esposo decente, un padre posible, aunque mi espíritu aventurero
siempre busque colarse por alguna rendija, recordándome que la estabilidad es
un traje que me queda un poco estrecho.
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