Tiz...niño esquilar CAPÍTULO III: RECONOCER EL ENTORNO
CAPÍTULO III: RECONOCER EL ENTORNO
Nunca
sentí que él se hiciera esperar por siempre, pero sí sentí que el mundo se
detenía cuando tuve que “presentarlo en sociedad”. Fue en la muestra anual de
la orientación Polimodal de Economía de las Organizaciones, en la secundaria
Doctor Emilio Lamarca, allá por Parque Barón, donde los pasillos olían a
crayones, a viruta de lápiz, a expectativas frustradas y a adolescencias a
medio cocinar. Veinte cuadras me separaban de ese edificio que, aunque no era
hermoso, me parecía un palacio. Lo importante no era el edificio, sino lo que
albergaba: mis profesores, mis compañeras y compañeros, y mi querida Paula, la
profesora de historia que me inyectó patria y peronismo como si fueran una
misma cosa. Fue con ella que trabajamos el “Pozo de Banfield”, una herida en la
tierra y en la memoria. Un agujero en el tiempo. Un lugar donde la historia
dejó de ser materia y se volvió conciencia.
La
investigación sobre ese centro clandestino de detención nos hizo madurar a
golpes. Fue la primera vez que sentí que el aula se transformaba en algo
sagrado. Allí descubrí que la justicia no es un tema de tribunales sino de
convicciones. Y mientras leía esos testimonios, mientras escuchaba los audios
de sobrevivientes y buscaba imágenes en blanco y negro, algo en mí se quebró.
Paula nos hablaba del Estado terrorista con una pasión desbordada. Yo la
miraba, escuchaba, asentía. En esas clases, como en las de Derecho o incluso
las más arduas de Matemáticas, supe que algo del mundo exterior se filtraba
para siempre en nosotros.
Pero
había algo más. Algo íntimo. En plena clase, no recuerdo bien qué día, todo
marchaba aparentemente bien, pero dentro de mí hervía una ansiedad dulce. Antes
de que conociera a mi madre, antes de que pusiera un pie en mi casa, quería que
él viniera primero a la escuela, a ver de dónde venía yo. Quería que conociera
a mis profesoras, mis profesores, a mis amigos, amigas, y, sobre todo, a Natalia Salmeri.
Mi amiga, mi aliada, mi faro. Ella sabía todo. Podría firmar ante escribano
público y con los ojos vendados que todo lo que yo sentía era real. Natalia fue
mi soporte emocional, no solo en mi adolescencia, sino en esa joven adultez
donde aún se sueña con intensidad. Después vinieron los trabajos, los horarios
rotos, las responsabilidades familiares, los cuidados de madres, hermanos,
hermanas... y la distancia. Pero no por voluntad, sino porque la adultez es
así: te obliga a conocer gente nueva con la condición tácita de dejar atrás a
algunos viejos amores, viejas amistades, viejas partes de uno mismo. Como diría
Kundera, separarse es un arte y una condena.
No
quiero desviarme demasiado, pero lo cierto es que aquel día le mandé un mensaje
de texto a su número que terminaba en cincuenta y nueve. Lo recuerdo como si lo
tuviera tatuado. No sentía nervios. Sentía algo parecido a la calma. No
teníamos título. No éramos novios. No éramos pareja. No éramos nada. Pero a la
vez lo éramos todo. Para mí, era un amor total. Visualizaba la vida con él, y
sin embargo, él solo mostraba señales de confusión. Hoy lo entiendo. Supo
manejar sus encantos con la precisión de un prestidigitador. Y yo, feliz de ser
su truco más recurrente. Él fue un ladrón emocional. Yo, una víctima
voluntaria. Y no me arrepiento. Porque hay amores que nacen solo para que uno
de los dos luche, mientras el otro simplemente acompaña, disfruta, se deja
querer.
El
amor de los 2000 tenía esa mezcla de inocencia y tecnología precaria. Un
mensaje de texto podía ser una declaración de guerra o de amor eterno. Y yo
estaba en guerra con su silencio y en paz con su presencia. En mi cabeza,
teníamos una relación. En la suya, probablemente solo compañía. Me recuerda a
la insoportable levedad del ser. Yo era el ser que caía, él era la levedad que
flotaba.
Y
así, entre vueltas y enredos, entre ilusiones y expectativas, me vi ese día
recibiendo un mensaje que decía simplemente: "llegué". Él venía desde
la Ciudad Autónoma al conurbano bonaerense, a mi barrio, a mi colegio, a mi
vida. Creo que fue el primer acto desinteresado que tuvo. Lo escribo y lo
pienso. Fue un momento simple y feliz. Yo lo esperaba como quien espera un
eclipse. Con esa mezcla de certeza y milagro. Se lo contaba a todos en el
recreo, en la muestra, en la terraza del colegio. Era como vivir en las fases
de la luna, iluminado a ratos, oculto a otros. Pero incluso en esa alegría, ya
se presentía el final.
El reloj, siempre el maldito reloj,
se burlaba de mí. Todos corrían, menos él. El tiempo se había detenido solo para
hacerme sufrir. Y entonces, como si el sol hubiese decidido posar solo para mí,
apareció. Me abrazó. Me besó. Yo no lo podía creer. Era un acto político. Un
acto de amor, sí, pero también de rebelión. Llegó justo cuando bajábamos la
bandera. Las miradas se clavaban en nosotros. La profesora de historia nos
observaba desde un rincón. Y ahí estábamos, los dos, en silencio.
Natalia llegó, se acercó como
siempre, sin filtros, y le dijo con un empujón cariñoso:
—Sos demasiado lindo para ser gay.
—¿Y eso qué significa? —le contestó
él, entre risas.
—Nada. Que sos el primer chico lindo
que aparece por este colegio, eso nomás. No te emociones.
Nos reímos. La risa fue como un
escape. Una válvula para tanta tensión contenida.
El
viernes terminó, y nos fuimos a la casa de Natalia. Gaseosa, mate, charla
liviana con su mamá Bety y su hermana Laurita. Ella, por precaución, eligió un
camino diferente al habitual, como si temiera que alguien pudiera dañarme. Yo
no temía. Había nacido con orgullo y con él iba a morir. Nunca escondí quién
era. Y eso, a veces, molesta.
Al llegar, Laurita lo miró con
asombro y preguntó:
—¿Vos
sos Tiziano?
Él se rió. Sabía que no era su
nombre. Mis amigas también lo sabían. Pero preferíamos dejarlo así. Porque a
veces el nombre no importa, importa la sensación, el momento, la compañía.
Tomamos
mates, hablamos. Bajo la mesa, él me tomó la mano. Y fue ahí, en ese gesto
pequeño, donde sentí que éramos eso que tanto soñé: un poema no escrito. Un
verso suelto. Algo que solo vivía en mi memoria emocional. Yo aceptaba sus sí,
pero también sus no. Y eso era lo más doloroso. Porque la felicidad, a veces,
también duele. Y eso me lo enseñó Nietzsche.
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