TIZ... NIÑO ESQUILAR
TIZ... NIÑO ESQUILAR
SECCIÓN PRIMERA:
PREFACIO
No, esto no empezó en septiembre de
2006. Las palabras ya venían bailando desde antes, deslizándose como sombras
entre teclas de computadora y latidos adolescentes. Venían de los medios
difusos de aquel entonces, de foros sin nombre, de chats sin rostros, cuando el
internet era una suerte de caverna platónica mal iluminada donde los reflejos
no eran más que promesas a medio formar. No había control ni algoritmos que nos
acorralaran. Éramos libres, pero no sabíamos qué hacer con esa libertad.
Yo tenía dieciséis años. Y si bien
mis años mozos fueron breves y confusos, fueron también definitivos. La
apertura de mi orientación sexual no fue un evento, sino una sucesión de
latidos, de versos mal escritos en la soledad de mi cuarto, de pensamientos que
luchaban por salir del silencio. En mi esfera privada, lo supe desde siempre.
En mi esfera pública, lo insinuaba con timidez. Familia, compañeros del
Instituto Doctor Emilio Lamarca, el barrio... todos eran escenarios donde yo
interpretaba versiones de mí, como en un teatro griego sin público.
Puto. Sí, me he reivindicado con esa
palabra, porque negarla es permitir que me la quiten. Pero este cuento no es
sobre mi identidad, sino sobre una herida. Una herida vieja, infectada de
tiempo, que ni siquiera el niño esquilar —ese que se hacía llamar Tiz, hombre
adulto, supuesta brújula en mi caos— supo curar. O peor aún: eligió no hacerlo.
El dolor persiste. No sé si en él,
pero sí en mí. Una punzada cíclica, como el eterno retorno de Nietzsche, pero
en versión afectiva. Tiz no entendió la responsabilidad emocional. Y yo, a mi
modo, tampoco supe exigirla. Porque no sabía que existía.
(Dicen que el amor, cuando es
verdadero, crea dioses; cuando es incompleto, crea mitologías. La nuestra fue
una mitología frágil, de esas que se narran en secreto y sin final feliz.)
Creo que entre tanto diálogo y
contradiálogo, entre tantas capas de recuerdo, me cuesta situarme. No sé por
dónde empezar. Pero decidí, aunque sea arbitrariamente, empezar por el primer
cruce de palabras. Aquel momento simple que, como todo lo que parece
irrelevante, escondía una epifanía.
Fue un encuentro fortuito. Pero como
decía Cortázar, con su sabiduría de equilibrista emocional: "Tu amor
no me sirve de puente, porque un puente no se sostiene de un solo lado."
Lo supe siempre. Lo oculté siempre.
Lo sigo negando, incluso ahora. Porque de esa negación nace este texto, y
quizás toda mi manera de entender la vida afectiva. Y aquí pido permiso para
ser platónico: no se puede desterrar del alma lo que ha sido parte del Bien,
aunque ese Bien haya sido una ilusión. Aun hoy, pensarlo es conversar con él. Y
esa conversación interior es vínculo, aunque nadie la escuche.
¿Cómo explicarlo sin caer en el
patetismo? Era un infante que esta a pie de terminar el secundario. Hoy soy un letrado, es
cierto. Pero sigo siendo aquel niño que alguna vez creyó que la madurez venía
de la mano de alguien mayor. Y que el amor era una forma de revelación.
(Si el amor, como decía Camus, es
dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere, entonces lo mío con Tiz fue
un acto filosófico. O un absurdo trágico.)
No pretendo imponerte esta historia,
querido lector. Como en Rayuela, vos decidís si continuar. Yo sólo
advierto que este prefacio no es un comienzo, sino una herida escrita.
CAPITULO I.-
ENCUENTRO. –
El 13 de septiembre no debería
significar nada. Para la mayoría, no es más que un día perdido en el
calendario. Un número cualquiera. Un miércoles, quizás. Pero para mí, ese día
fue un punto de inflexión; fue cuando la historia se suspendió para darle paso al instante,
como si los relojes cesaran su tic-tac para permitirnos existir sin prisa.
Fue en Plaza de Mayo,
ese corazón simbólico donde late la historia de un país. Pero no hubo himnos ni
banderas esa tarde. Solo un banco, una espera, y un corazón —el mío— repicando
como campanas en misa. Allí se dibujó, sin quererlo, una escena que Borges
habría llamado “inofensiva,
insignificante, pero inevitable”. Como si en esa geografía monumental se
hubiese incrustado una historia mínima que, sin embargo, contenía todo lo que puede
doler y todo lo que puede esperarse del amor.
Yo lo esperaba con una mezcla de
ansias y timidez adolescente. Él apareció con su chomba celeste, zapatillas
blancas, vaquero gastado, el cuerpo de hombre y una barba aún indecisa, como si
recién la adultez le estuviera llegando. Y lo vi acercarse, paso a paso,
mientras yo permanecía inmóvil, como si cada paso que él daba desacomodara el
universo. Lo saludé. Me saludó. Y en un gesto íntimo, me susurró su nombre
verdadero al oído, ese que hasta entonces era secreto, un nombre vedado al
universo digital donde se hacía llamar Tiz, como si en la ficción virtual
pudiera esconder su verdad.
Ahí comprendí que, antes de
besarnos, él
ya era un enigma. Y yo, que siempre fui propenso a buscar
absolutos en lo que se disuelve, quise interpretarlo, entenderlo, descifrarlo,
como quien se obstina en leer un manuscrito en una lengua olvidada.
Pero lo que realmente destaco, lo
que me obsesiona aún hoy, es la cifra. El número trece.
Él nació un 13 de octubre. Yo, un 13
de diciembre. Y nos conocimos un 13 de septiembre. El trece —ese número
incómodo, herético, desviado de la lógica sagrada del doce— nos selló en tres momentos
que deberían haber sido advertencias y no invitaciones. Porque
si el doce es perfección, armonía, plenitud (como los doce apóstoles,
los doce
signos del zodíaco, las doce horas del día, las doce tribus de Israel,
los doce
dioses del Olimpo), el trece es su sombra, su estallido, su impureza.
“El número trece —me decía mi yo
racional— es lo que aparece cuando se rompe el equilibrio; cuando la simetría
se desmorona”. Pero el yo sentimental, ese que escribe estas líneas, le responde
hoy: “y, sin embargo, en ese desorden, fui feliz”.
En el tarot, la carta número trece
es la Muerte.
Pero no la muerte como fin, sino como transformación. Como el fin de un
estado para abrir paso a otro. Y eso fue él: una muerte interior que me obligó a nacer de
nuevo, esta vez sabiendo que no todo amor es para quedarse, pero que todo amor
verdadero deja marcas imborrables.
“Sólo aquello que se ha
perdido es eterno”,
escribió Borges.
Y lo entendí cuando él me besó, finalmente, en la sala del cine. Un beso tardío,
justo antes de que terminaran los créditos. Yo pensaba: “esto no tiene
futuro, no habrá un después”. Pero ahí estaban sus labios, cortándome el pensamiento
con un gesto que me condenó dulcemente. Y al salir, caminamos
de la mano por la ciudad, como si no existiera ya condena ni prejuicio. Él, sin
miedo. Yo, como quien flota.
Acompañarme hasta la parada fue, en
sí mismo, una forma de ternura. El amor tiene estos matices invisibles:
no es el beso, no es el abrazo, sino los gestos intermedios, los cuidados
silenciosos, la pregunta “¿llegaste bien?” que me escribió apenas llegué a
casa. Y en esa frase se cifraba una promesa: “la semana que viene nos vemos
de nuevo”.
Y ahí, el amor se volvió conjuro.
Me atrapó, me envolvió. Como decía Cortázar: “Andábamos sin
buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Y yo había
encontrado algo. O alguien. O una versión más intensa y frágil de mí mismo.
Pero, querido lector, no te confundas:
esta no es
una historia de redención, sino de caída. Porque el amor —como
la filosofía— no está hecho para consolar, sino para perturbar. Lo dijo
Schopenhauer,
entre líneas y dolores: “El amor es la voluntad queriendo vivir, aun cuando
esa vida implique sufrimiento”.
Y así fue. Fui víctima de una conquista brutal,
sí. Pero también cómplice, devoto, creyente. Porque uno ama, incluso cuando
sabe que el otro no se quedará. Porque en el fondo, lo que se ama no es la
permanencia, sino la intensidad del momento. Y cuando se ha tocado la
eternidad en un beso, el olvido se vuelve un crimen.
Y hoy, tantos años después, con el pelo más canoso y la mirada más
quieta, todavía vuelvo a ese número, el trece, y me pregunto si en el fondo no fue una advertencia
disfrazada de destino. Si acaso el universo, al jugar con
nosotros en la matemática del azar, no nos susurró también al oído: “esto
es amor, pero no el que dura; es el que marca”.
Y lo hizo. A fuego lento. A fuego
eterno. Como hacen siempre los amores que nacen fuera del calendario, fuera del
número doce.
CAPITULO II: DE
LO QUE EL AMOR NO SABE OLVIDAR
Ser adolescente es caminar con las
venas expuestas, con el alma sin blindaje y la mirada llena de espejismos. Es
habitar un territorio donde la rebeldía no es un acto de valentía sino la única
forma posible de existir, de decirle al mundo: “Aquí estoy, aunque no sepa quién soy todavía”. Adolescencia: esa
isla en mitad del tiempo donde la piel aún no ha pactado con el mundo y los
sueños no se resignan al fracaso. Un tiempo en el que el amor no es una
certeza, sino una explosión, una fiebre, una pregunta que se arrastra con los
pies descalzos por las calles de la noche.
El término "gay", vetusto,
anglosajón, alguna vez celebró la alegría. Y en un giro de la historia, de esos
que tanto interesarían a Foucault —para quien las palabras son campos de
batalla y el deseo una construcción vigilada—, terminó por nombrar el amor
entre varones. Pero, ¿acaso no fue siempre eso? ¿Alegría? ¿Subversión? ¿Un
gesto contra el reloj y la norma?
Recuerdo que Tiz, en su voz como de
seda entibiada, me dijo que quería verme el fin de semana siguiente. Y mi
corazón, que era un animal asustado y jubiloso, se desbocó entre la confusión y
la esperanza. Yo no podía unir el destiempo entre nuestras edades, entre mi
cuerpo aún en obra, de secundarista con barba apenas insinuada, y el suyo, ya
hecho, definido, esbelto como una estatua pagana. Nos separaba la biología, el
almanaque y quizás también la lógica. Pero la lógica nunca fue buena amante.
Nunca supe si lo nuestro era amor
para él. Yo, lo confieso, lo idolatraba con el fervor con que los antiguos
miraban al sol: sabiendo que podía cegarlos, pero sin poder dejar de hacerlo.
Dormir en su pecho cubierto de vello era como recostarse en el pecho de un dios
olvidado por el siglo XXI. Sentir su piel era pertenecer, aunque fuera por un
segundo, al lugar de lo sagrado.
Lo amaba como se ama aquello que se
sabe irrealizable: con una dulzura que luego te carcome los dientes. Como dice
la canción de Adicta: “nunca creí en milagros, pero te vi curar”. Él
era mi acertijo verde. Mi propia esfinge. No me importaba no conocer las
respuestas, porque amaba la pregunta. Él salva vidas. Yo administro violencia.
Y en ese contraste se resumen nuestras historias. Él es futuro. Yo soy testigo
del castigo.
La segunda vez, el universo nos jugó
una broma borgiana. Una estación mal entendida: yo en Retiro, él en
Constitución. Dos líneas paralelas que solo se cruzaron porque alguien —¿el
azar? ¿el amor? ¿la voluntad?— hizo que tomara el subte línea C, y se
apareciera con esa sonrisa que enceguece a los necios y a los poetas. Traía un
chocolate como ofrenda. Yo detesto lo cursi, pero él convertía lo empalagoso en
símbolo. En bandera.
Él, libriano: justo, emocional, oscilante.
Yo, sagitariano: errante, filosófico, impetuoso. El fuego que va delante, la
brisa que duda. Así era nuestro vínculo: una danza entre el deseo de avanzar y
el miedo de arruinarlo todo. Un equilibrio imposible entre dos signos que se
rozan y se esquivan.
Paseamos por Puerto Madero, por la
Torre de los Ingleses, por la calle Florida. Nos detuvimos en el Puente de la
Mujer, donde él, como si invocara a una de las Ocampo, me dijo: “No demuestres tanto afecto”. No supe si
fue una ironía, un llamado a la sintonía o una súplica para no arruinar lo que
aún no se había formado. Desde entonces, todo fue duda y coreografía de
modales.
Luego, vino la invitación a su casa
en Flores. Sin miedo, porque eso es lo que tiene el adolescente: la osadía de
quien aún no ha sido domado. Nos subimos a un colectivo cuyo número he
olvidado, pero no su gesto: se recostó en mi hombro delante de todos, en un
transporte público lleno. Nadie dijo nada. Nadie nos agredió. Solo mi mente
—obsesiva, analítica, rota— fue quien gritó por dentro: ¿por qué él podía
hacerlo y yo no? ¿Por qué ese control sobre mí que yo le entregaba con una
devoción peligrosa?
Ceder es a veces una forma de
desaparecer. Y yo, que tanto lo deseaba, lo fui perdiendo sin darme cuenta.
En su departamento, me esperaban
unos fideos con salsa a los cuatro quesos. El mantel invisible de una cena
íntima que no podía digerir, porque los nervios eran un nudo en la garganta.
Era un departamento tan grande como las preguntas que yo me hacía sobre mí
mismo.
Terminamos la cena. Me invitó a su habitación.
Limpia. Serena. Me senté al borde de su cama. Y ahí, lector —como diría Silvina
Ocampo—, dejo al misterio el resto del relato, porque hay momentos que, de tan
intensos, solo pueden sobrevivir si permanecen en sombras.
CAPÍTULO III:
RECONOCER EL ENTORNO
Nunca sentí que él se hiciera
esperar por siempre, pero sí sentí que el mundo se detenía cuando tuve que
“presentarlo en sociedad”. Fue en la muestra anual de la orientación Polimodal
de Economía de las Organizaciones, en la secundaria Doctor Emilio Lamarca, allá
por Parque Barón, donde los pasillos olían a crayones, a viruta de lápiz, a
expectativas frustradas y a adolescencias a medio cocinar. Veinte cuadras me
separaban de ese edificio que, aunque no era hermoso, me parecía un palacio. Lo
importante no era el edificio, sino lo que albergaba: mis profesores, mis
compañeras y compañeros, y mi querida Paula, la profesora de historia que me
inyectó patria y peronismo como si fueran una misma cosa. Fue con ella que
trabajamos el “Pozo de Banfield”, una herida en la tierra y en la memoria. Un
agujero en el tiempo. Un lugar donde la historia dejó de ser materia y se
volvió conciencia.
La investigación sobre ese centro
clandestino de detención nos hizo madurar a golpes. Fue la primera vez que
sentí que el aula se transformaba en algo sagrado. Allí descubrí que la
justicia no es un tema de tribunales sino de convicciones. Y mientras leía esos
testimonios, mientras escuchaba los audios de sobrevivientes y buscaba imágenes
en blanco y negro, algo en mí se quebró. Paula nos hablaba del Estado
terrorista con una pasión desbordada. Yo la miraba, escuchaba, asentía. En esas
clases, como en las de Derecho o incluso las más arduas de Matemáticas, supe
que algo del mundo exterior se filtraba para siempre en nosotros.
Pero había algo más. Algo íntimo. En
plena clase, no recuerdo bien qué día, todo marchaba aparentemente bien, pero
dentro de mí hervía una ansiedad dulce. Antes de que conociera a mi madre,
antes de que pusiera un pie en mi casa, quería que él viniera primero a la
escuela, a ver de dónde venía yo. Quería que conociera a mis profesoras, mis
profesores, a mis amigos, amigas, y, sobre todo, a Natalia Salmeri. Mi amiga, mi aliada, mi faro. Ella
sabía todo. Podría firmar ante escribano público y con los ojos vendados que
todo lo que yo sentía era real. Natalia fue mi soporte emocional, no solo en mi
adolescencia, sino en esa joven adultez donde aún se sueña con intensidad.
Después vinieron los trabajos, los horarios rotos, las responsabilidades
familiares, los cuidados de madres, hermanos, hermanas... y la distancia. Pero
no por voluntad, sino porque la adultez es así: te obliga a conocer gente nueva
con la condición tácita de dejar atrás a algunos viejos amores, viejas
amistades, viejas partes de uno mismo. Como diría Kundera, separarse es un arte
y una condena.
No quiero desviarme demasiado, pero
lo cierto es que aquel día le mandé un mensaje de texto a su número que
terminaba en cincuenta y nueve. Lo recuerdo como si lo tuviera tatuado. No
sentía nervios. Sentía algo parecido a la calma. No teníamos título. No éramos
novios. No éramos pareja. No éramos nada. Pero a la vez lo éramos todo. Para
mí, era un amor total. Visualizaba la vida con él, y sin embargo, él solo
mostraba señales de confusión. Hoy lo entiendo. Supo manejar sus encantos con
la precisión de un prestidigitador. Y yo, feliz de ser su truco más recurrente.
Él fue un ladrón emocional. Yo, una víctima voluntaria. Y no me arrepiento.
Porque hay amores que nacen solo para que uno de los dos luche, mientras el
otro simplemente acompaña, disfruta, se deja querer.
El amor de los 2000 tenía esa mezcla
de inocencia y tecnología precaria. Un mensaje de texto podía ser una
declaración de guerra o de amor eterno. Y yo estaba en guerra con su silencio y
en paz con su presencia. En mi cabeza, teníamos una relación. En la suya,
probablemente solo compañía. Me recuerda a la insoportable levedad del ser. Yo
era el ser que caía, él era la levedad que flotaba.
Y así, entre vueltas y enredos,
entre ilusiones y expectativas, me vi ese día recibiendo un mensaje que decía
simplemente: "llegué". Él venía desde la Ciudad Autónoma al conurbano
bonaerense, a mi barrio, a mi colegio, a mi vida. Creo que fue el primer acto
desinteresado que tuvo. Lo escribo y lo pienso. Fue un momento simple y feliz.
Yo lo esperaba como quien espera un eclipse. Con esa mezcla de certeza y
milagro. Se lo contaba a todos en el recreo, en la muestra, en la terraza del
colegio. Era como vivir en las fases de la luna, iluminado a ratos, oculto a
otros. Pero incluso en esa alegría, ya se presentía el final.
El reloj, siempre el maldito reloj, se burlaba
de mí. Todos corrían, menos él. El tiempo se había detenido solo para hacerme
sufrir. Y entonces, como si el sol hubiese decidido posar solo para mí,
apareció. Me abrazó. Me besó. Yo no lo podía creer. Era un acto político. Un
acto de amor, sí, pero también de rebelión. Llegó justo cuando bajábamos la bandera.
Las miradas se clavaban en nosotros. La profesora de historia nos observaba
desde un rincón. Y ahí estábamos, los dos, en silencio.
Natalia llegó, se acercó como siempre, sin
filtros, y le dijo con un empujón cariñoso:
—Sos demasiado lindo para ser gay.
—¿Y eso qué significa? —le contestó él, entre
risas.
—Nada. Que sos el primer chico lindo que
aparece por este colegio, eso nomás. No te emociones.
Nos reímos. La risa fue como un escape. Una
válvula para tanta tensión contenida.
El viernes terminó, y nos fuimos a
la casa de Natalia. Gaseosa, mate, charla liviana con su mamá Bety y su hermana
Laurita. Ella, por precaución, eligió un camino diferente al habitual, como si
temiera que alguien pudiera dañarme. Yo no temía. Había nacido con orgullo y
con él iba a morir. Nunca escondí quién era. Y eso, a veces, molesta.
Al llegar, Laurita lo miró con asombro y
preguntó:
—¿Vos sos Tiziano?
Él se rió. Sabía que no era su nombre. Mis
amigas también lo sabían. Pero preferíamos dejarlo así. Porque a veces el
nombre no importa, importa la sensación, el momento, la compañía.
Tomamos mates, hablamos. Bajo la
mesa, él me tomó la mano. Y fue ahí, en ese gesto pequeño, donde sentí que
éramos eso que tanto soñé: un poema no escrito. Un verso suelto. Algo que solo
vivía en mi memoria emocional. Yo aceptaba sus sí, pero también sus no. Y eso
era lo más doloroso. Porque la felicidad, a veces, también duele. Y eso me lo
enseñó Nietzsche.
Esa noche llegó a mi casa. Conoció a
mi madre, Marcela, que nos esperaba con tortilla española y ensalada. Cerramos
el día con abrazos cruzados, con silencios cargados de sentido, con la certeza
de que la historia ya estaba escrita, aunque todavía no lo sabíamos.
CAPÍTULO IV:
DE SU PARTE
Y sí, me
tocaba. No tenía esa ansiedad que hoy, con mis treinta y pico, me hace sudar al
pensar en lo que imaginará mi círculo íntimo sobre con quién salgo, con quién
comparto silencios. Antes no. En ese entonces, no era ansiedad, no era celos.
Era idolatría, una que Kafka entendería perfectamente: yo era el hijo
extraviado, tembloroso, que frente al padre–ídolo, al dios doméstico, solo
podía tartamudear afecto.
No lo pensaba como un hermano mayor ni como un amante cualquiera. En él, cada
gesto tenía la ambigüedad trágica de un castigo que venía disfrazado de ternura.
Sus abrazos eran como los brazos ausentes de la Venus de Milo: incompletos, sí,
pero suficientes para envolver mis ruinas. Nada sentía. Todo lo sentía. Me
quebraba con su sola presencia. Me reconstruía sin saberlo.
A veces, el
mundo se detenía. Mentiría si dijera que no había momentos felices: los hubo,
los compartimos, callados. No sé si para él lo eran, pero para mí sí. Esos
instantes silenciosos fueron nuestros pactos tácitos de amor imposible. A veces
pensaba que era para siempre. Cursi, sí, lo admito. Pero sincero. Parte de mí
soñaba con salvarnos. Qué infantil. ¿Cómo puede salvarse algo que nunca cruzó
sus navíos en paz, ni siquiera en tormentas?
Miento. Una
vez sí. Una vez, me abrazó. Y en ese acto breve, anuló el comienzo de todo lo
que fuimos. Confirmó que, al menos en mí, ese amor era real. O fue.
Era un
viernes de noviembre de 2006. Lo recuerdo con nitidez. La primavera asomaba su
risa entre los plátanos de Buenos Aires. Yo, herido aún por la pérdida de mi
hermana y de mi padre, decidí buscar consuelo en él, en su mundo. Atravesé la
ciudad hacia sus barrios más profundos, con la intención de compartir un asado,
de verlo en su hábitat, entre sus pares.
Lo que
sentía era asombro. Era un viaje emocional más que geográfico. Iba escuchando
bandas indies en mi MP3 —esas canciones que te curan a fuerza de nostalgia—,
ajeno a todo, sumergido en una calma anticipada. No imaginaba lo que me
esperaba.
Me recibió
contento. Era hermoso verlo. Siempre lo fue. La luz de esa primavera parecía
inventada para ese encuentro. Yo no sabía con quién vivía. Supe entonces que
compartía techo con una estudiante de psicología y otra que aspiraba a ser
chef. No me caían bien, y creo que yo tampoco les resultaba simpático. Me
cambié de ropa. Quería decirles: “Acá estoy, el puto del conurbano, dispuesto a
amar a este caballero que me deja sin palabras, que tiene todas las
respuestas”. Él sabía de todo. O eso me hacía creer. Pero no era arrogancia:
era la distancia generacional lo que alimentaba mi fascinación. Mi idolatría
era, en parte, un tributo a su experiencia.
(Aquí, Aristóteles diría que lo
admiraba porque en él residía la areté, la excelencia. Que mi amor
estaba fundado en el reconocimiento de una virtud superior, que excedía lo
físico y rozaba lo espiritual. Pero también diría que ese amor era desigual,
por tanto, destinado al desequilibrio.)
Fuimos caminando. Cuatro cuadras.
Pero eternas. Las malas vibraciones de esas mujeres hacían del aire una niebla
densa. Llegamos. Me escanearon con la mirada, de arriba abajo, y una de ellas
preguntó con un dejo de juicio:
—¿Cuántos años tenés?
Respondí sin vacilar:
—Dieciséis.
Con orgullo. Con inocencia. Para mí era un regalo. Para ellas, una sorpresa.
Pero para él, para Tiz, era natural. No entendí por qué no se asombraban. Yo
hoy sí me asombraría. Pero entonces, solo importaba estar con él. Era feliz. Lo
juro. Jamás fui tan feliz. No puedo hablar de tristeza o ansiedad en esos días,
porque con él, esas palabras no existían. Al menos, no las dejaba florecer.
(Y aquí, ya perdido en esta
confesión, como el protagonista de El túnel, me pregunto si todo esto
fue amor o solo una obsesión tejida en soledad. Enamorarse de alguien
inalcanzable es una forma de permanecer intacto, aunque la vida pase. Es una
herida que uno lame a escondidas, como quien guarda una carta que nunca llegó.)
CAPÍTULO V:
ENTRE DIPLOMAS, MEDALLAS Y EL TÚNEL
Siete de
diciembre. La víspera de la Inmaculada Concepción. Cada fecha en esta historia
está anclada, fija, sin antifaz. No hay nada que ocultar porque todo lo sentido
floreció con sinceridad. Aquel amanecer brillaba con una certeza solemne: todo
terminaba y algo comenzaba. Sí, esa frase usada hasta la herrumbre. Tanta
repetición la vuelve cliché, la vuelve óxido, pero es difícil escaparle: se
cerraba una etapa y se abría otra.
Siempre
detesté esa fórmula, de manual, prefabricada. Por eso yo no buscaba continuar
catedrales viejas: las demolía. Y sobre sus ruinas levantaba las mías, vírgenes
de polvo, sin humedad ni telarañas. Mi misión era crear un porvenir inédito.
Imaginaba —iluso, quizás— que él formaría parte de ese salto hacia el universo
académico, hacia ese mundo que él dejaba atrás y yo apenas empezaba: la
abogacía en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, Facultad de Derecho.
(Aquí me detengo, Borges en "El Hacedor" me acompaña, sus relojes
de arena que miden lo eterno, los tigres que jamás repiten sus manchas, el río
de Heráclito que no cesa de correr mientras uno se baña dos veces en su
corriente).
Él venía, yo
lo sabía. Su presencia era una promesa de sangre, y la sola idea de tenerlo
cerca me idiotizaba, me elevaba. ¿Quinceañera? Algo así. Entregaban las
medallas y los diplomas de finalización del secundario, ese umbral entre el
mundo pueril y el adulto. Fantaseaba con que ese momento fuera también nuestro.
En mi cabeza, su cercanía sellaba una teoría absurda pero hermosa: formar parte
de su entorno. Sin embargo, el desequilibrio estaba ahí. Yo entraba al mundo,
él salía. Como esas líneas paralelas que, aunque lleguen a la eternidad, jamás
se tocan.
(Silvina Ocampo me susurra desde una dimensión torcida: el amor es geometría
en estado onírico, un artificio que bordea el abismo de lo incompleto).
Él se
demoraba. Mis hermanas y mi madre ya se habían ido. Mi prima y yo lo esperábamos.
Mi camisa blanca resplandecía con una escarapela que no pedía permiso. Pantalón
beige, collar incómodo. Toda mi imagen era una construcción para él, para lo
que quería que fuéramos, para la perpetuidad compartida.
(La eternidad según Borges no es más que una sucesión de instantes
repetidos, como relojes de arena que giran sin cesar. Nosotros, como ríos, nos
perdíamos en el cambio constante. ¿Quién podía sostener al otro?)
La ceremonia
era a las seis. No me preocupaba su demora. Había aprendido que el amor también
es una forma de fe, una religión sin iglesia. Él me había enseñado a mirar sin
bajar la cabeza, a habitar el cuerpo con seguridad. ¿Estaba creciendo? Tal vez
sí. Aprendí por mí lo que nadie me enseñó: que el cuidado de uno mismo es la antesala
del cuidado del otro.
(Foucault murmura desde el margen: el cuidado de sí no es vanidad, sino un
acto político, una ética, una manera de habitar el mundo y a los demás).
Pero él no
sabía de responsabilidad afectiva. No la poseía. Yo creía que sí. Quería creer
que me cuidaba, como en esas tradiciones orientales donde, al romperse una
taza, no se desecha: se repara con oro para hacerla más fuerte. Él era médico.
Era su lógica: restaurar. Pero a mí me dejó roto.
Lo vi bajar
del colectivo 543 letra A, en la esquina de Iparraguirre. Yo vivía en Potosí.
Hermoso, como siempre. Erguido, esbelto, dueño de sí. Nos abrazamos con pasión.
Mi prima y yo compartimos un taxi con él. En ese trayecto, sentados lado a
lado, el pulso de su cuerpo me envolvía. Deseaba que ese momento durara para
siempre. Él era la antítesis del vacío que me habitaría después.
Porque
luego, cuando me soltó, llegaron las apps. Cacería de carne. Me volví cuerpo
que busca vitamina. Llegaron las drogas. El descuido. La noche que no termina.
La congoja.
(Y entonces la tragedia griega. El destino ineludible. Las Parcas tejiendo
hilos que no podés cortar. Oráculos mudos. El esoterismo de lo inevitable. Y el
existencialismo: somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros, decía
Sartre. Y yo hice abismo de un beso).
Llegamos
tarde. Perdí la oportunidad de portar la bandera. Me senté junto a Natalia, mi
amiga entrañable, hermana del alma como Lorena. Habíamos planeado que esa
noche, con nuestras parejas, cerraríamos el ciclo con pizzas caseras y risas
auténticas. Aquella juventud era un fuego limpio, sin envidias ni heridas. Hoy
lo pienso con nostalgia: brillábamos sin miedo a quemarnos.
De pronto
escuché mi nombre. "Luna". Subí al escenario. Recibí el diploma, la
medalla al mejor compañero, al mejor promedio. Fue un festín de luz, un
destello sano.
(Y sí, Foucault, tenía razón: el cuidado de sí es también el acto de
preservar lo que amamos. Aunque él no supiera sostenerme emocionalmente, supo
enseñarme a cuidarme en otras formas. Como un médico que no sabe de abrazos,
pero sí de profilaxis).
Y aun así,
lo amé.
Con una esperanza que no se cura.
Con un amor que, como los relojes de arena de Borges, no termina: sólo gira.
CAPITULO VI: DIALOGOS FRENTE AL DIALOGO
13 de diciembre. No había luces de bengala ni fuegos
artificiales. Sólo la luz cálida del comedor, el perfume de la pizza casera, la
cumbia templada por el ritmo descontracturado de un boom boom kid que aún
creíamos subversivo. Lolo dormía enroscado como una luna mínima, mientras mi
madre y mis hermanas charlaban en la cocina. Natalia y Laura reían con un vaso
de vino. Y yo, por dentro, esperaba... algo.
Entonces
sonó el teléfono. Era un llamado extraño, uno de esos que no llegan
desde un número, sino desde un estado del alma. Me lo alcanzaron. MTV
seguía transmitiendo videoclips sin sentido. Yo ya sabía quién era, quién
tenía que ser. Era él.
El señor Esquilar.
Mi voz, al nombrarlo, sonó
entusiasta. Monumental. Como si al fin el universo me diera una señal.
Pero algo en su tono... algo no
cuadraba. Había frío en sus palabras. Un frío que no era suyo, sino prestado,
como si lo habitaran otros vientos.
Entonces, como en un sueño lúcido o
un ensayo astrológico, comencé a imaginar el diálogo entre nuestros signos.
Sagitario (con el
fuego en la garganta):
—¡Al fin, apareciste! ¿Sabías que hoy es el día en que los planetas se alinean
para que te escuche sin máscaras? No sabés lo que significó para mí tu llamado.
Te estaba esperando. Todo está preparado: la música, la comida, el espacio...
sólo faltás vos.
Libra (con una
voz tan bella como distante):
—Lo sé. Te imaginé. Te sentí. Pero tengo... otros compromisos. Ya sabés cómo
soy, el equilibrio me obliga a atender otros asuntos. No es que no quiera
estar. Es que no puedo dividirme.
Sagitario (forzando
una sonrisa que le duele):
—Decime, ¿cuánto pesa tu balanza, Libra? Porque yo puse todo de mi parte: el
corazón entero, las ganas, hasta el miedo. Y vos... vos ponés dudas.
Libra (evasivo,
gentil):
—No dudes de mi afecto. Sos... el afecto más hermoso que uno puede tener. No es
este el momento, pero habrá otro. Nos vamos a ver. Lo prometo.
Sagitario (ya casi
murmurando, hacia sí):
—¿Prometés? Vos, que te vas como el viento. Vos, que llegás sin fecha y te vas
sin aviso...
Libra (antes de
cortar, con una voz de terciopelo):
—Sagitario, ojalá supieras cuánto te pienso, incluso cuando no te llamo. No
seas injusto conmigo. Mi distancia no es falta de amor. Es mi forma de estar sin saber cómo
estar.
Y así, como quien apaga una vela en
plena canción, el llamado se cortó.
Yo, aún con el teléfono en la mano,
miré a Lolo —mi testigo silencioso— y sentí eso que solo el alma conoce: la
mezcla perfecta de felicidad y tristeza. El sabor ambiguo de lo que es y no
puede ser al mismo tiempo.
Había dejado
pasar el 13 de diciembre como quien deja pasar una fecha sagrada por respeto a
la ausencia. Lo dejé pasar no sin dolor, no sin un dejo de decepción que me
ardía en la nuca, como si alguien me hubiera dicho que no merecía siquiera el
regalo del tiempo ajeno. Ese día, mi
cumpleaños, él no vino. Y sin embargo, no me enojé. No lo culpé. No pude. Porque su ausencia era una
forma más de estar. Porque estar con él o estar sin él, como diría Borges, era la medida de mi tiempo.
A veces uno
aprende a esperar de quienes no prometieron nada. Pero a él le había dado mi historial crediticio
emocional completo, y ahora me encontraba así: sin saldo, endeudado en
sentimientos, con el corazón hipotecado y la esperanza vendida al menor postor.
Y aun así, me preparaba para verlo.
El 17 de
diciembre cayó sábado. Un sábado que se sentía como primavera tardía, con aroma
a promesa y cielo de pre-verano. Ese día me anoté en la universidad. Un gesto
casi simbólico, porque lo que realmente marcaba mi adultez no era la firma en
un formulario de inscripción, sino la decisión de tomar transporte público hacia él, de dejar mi casa, mi seguridad,
mis certezas, y lanzarme al abrazo posible —o imposible— del Señor Esquilar.
Me acuerdo
cada detalle con una claridad insoportable: la remera de color negro con letras
blancas que había comprado en Parque Rivadavia, el jean con la costura rota que
insistía en usar porque él una vez me dijo que me quedaba bien, y mi viejo MP3 plateado cargado con canciones que
hoy, casi dos décadas después, me siguen doliendo. El Otro Yo, Fun People,
Miranda, Belle and Sebastian. Una banda sonora de adolescencia, de esa
época en la que cada estrofa es un verso tatuado en la piel del alma.
Salí de
casa como quien va a una cita con el destino.
Mi mamá me
dio un beso. No preguntó adónde iba. Lo intuyó. Ella siempre supo que cuando
uno sale con ese brillo en los ojos y ese temblor en las manos, no va a un
lugar: va hacia una persona.
Nos habíamos
mensajeado todo el día. De esos mensajes breves, de celular a celular, con
demoras que parecían eternidades. Pero él me había dicho que me esperaría en la
esquina de Avenida Rivadavia y Nazca.
Y si lo dijo, era porque lo pensaba. Porque lo sentía. ¿O no?
Viajé en colectivo, en tren, en subte. Todo lo que el transporte público
me ofreciera, yo lo usé. Iba armado con mi ansiedad y mis
caramelos de menta —los mismos que él solía pedirme cuando fumábamos después de
caminar por Parque Centenario. Iba feliz. O al menos, lo creía.
Estaba
loco de amor. Ciego. No lo sé. Quizás ambas.
Lo que sí
sabía es que ese sábado me convertía, una vez más, en ese adolescente que ama
con el cuerpo entero, que pone el alma en las manos del otro sin pedir
garantías. Porque sí, yo esperaba verlo. Pero más aún, esperaba que él me viera. No con los ojos, sino con ese tercer ojo
que a veces se abre cuando el amor es real.
Pero también sabía, aunque no quería
decirlo en voz alta, que podía no
estar. Que podía fallarme. Que podía borrarse otra vez, como el 13.
Y sin embargo fui.
Marcelo Consciente:
—Te estás regalando otra vez. Estás yendo como un feligrés a una iglesia en
ruinas. ¿De verdad creés que él te espera con las mismas ganas con las que vos
vas?
Marcelo Inconsciente:
—No lo sé. Pero ¿y si sí? ¿Y si por una vez la vida me concede un milagro? Hay
una luz en él que me sigue llamando. No puedo apagarla todavía.
Consciente:
—Esa luz no es para vos. Es el reflejo de lo que proyectás. Es tu necesidad de
ser amado la que lo ilumina. No es él. Sos vos viéndote en él.
Inconsciente:
—Pero hay momentos en que me mira como nadie. Como si me entendiera, como si
supiera lo que callo. A veces siento que sí me ama, pero no sabe cómo.
Consciente:
—¿Y vos vas a enseñarle a amar mientras te vaciás? ¿Vas a seguir ofreciéndole
tu ternura como un mártir moderno del afecto? ¿Quién te cuida a vos?
Inconsciente:
—Nadie. Pero prefiero eso a no sentir. Prefiero dolerme con esperanza a
resignarme sin poesía.
Consciente:
—¿Y cuando te rompas por dentro, quién va a juntar los pedazos?
Inconsciente:
—Tal vez yo. O tal vez nadie. Pero si no voy, si no lo intento, voy a vivir
preguntándome qué habría pasado. Y eso también duele.
Consciente:
—Duele más el “casi” que el “nunca”. Lo sé. Pero ya no tenés nada que
hipotecar. Ya diste todo. Ya estás en números rojos de amor.
Inconsciente (con voz
temblorosa):
—Pero si me sonríe... si me abraza... si me dice “te extrañé”, entonces todo
este viaje valdrá la pena.
Consciente:
—¿Aunque sea mentira?
Inconsciente:
—Aunque sea por un segundo. Porque a veces un segundo de ternura compensa años
de soledad.
Ese sábado no fue cualquier día. Fue
una declaración de fe a lo intangible.
Fue la afirmación de que aún existen personas que aman con la pureza de un
pájaro ciego volando hacia un horizonte inventado. Fui feliz ese día. Aunque no
sé si me vio. Aunque no sé si realmente me esperó.
Lo que sí sé es que yo estuve ahí. Yo fui. Yo sentí.
Y en tiempos de afecto superficial, eso no es poca cosa.
Domingo.
Amanecí diferente.
Era como si en algún rincón del sueño alguien me hubiera arrancado una parte
del cuerpo y la hubiera dejado mal colocada, invertida, dislocada. No era
tristeza todavía. Era una conciencia nueva. Una sospecha.
Habíamos estado juntos. Sí. Habíamos
tomado un café, hablado de todo y de nada, como si ese “todo y nada” no fuera
justamente lo que nos condenaba. La ventana era oscuro, pequeño, con el vidrio
empañado por la humedad de diciembre. Afuera, el mundo seguía girando, pero
dentro de ese rectángulo de tiempo que compartíamos, todo se detenía.
Él estaba raro. O quizá yo estaba
más lúcido. Sentía que me miraba, pero
no me veía. Que me escuchaba, pero no me oía. Que me tocaba, pero no me sentía.
Y ahí supe que algo, algo profundo e irreversible, estaba ocurriendo.
¿Era eso
la revelación? ¿Estaba, al fin, viendo su oscuridad? ¿O estaba viendo la mía
reflejada en él?
Ese cuarto
seco, sin adornos, sin plantas, sin alma, como si el espacio ya se
estuviera despidiendo de mí antes de que él pudiera hacerlo. Todo era silencio
contenido, palabras entre líneas, ausencias colgando del techo.
Y entonces llegó el abrazo.
Un abrazo puede ser una despedida,
aunque no se lo diga.
Y ese abrazo... fue todo.
Marcelo (temblando):
—¿Esto es un adiós?
Abrazo (sordo, prolongado, pero sin vida):
—No tengo palabras. Solo esta forma de tocarte por última vez.
Marcelo (con lágrimas que no salen):
—¿Es porque ya no me querés?
Abrazo (con voz hueca):
—Nunca fue eso. Pero ya no hay lugar para vos en su tiempo. Él ya no te busca
con el alma. Vos te seguís entregando, él solo recibe.
Marcelo:
—¿Y por qué no me lo dijo?
Abrazo:
—Porque no todos saben cerrar puertas. Algunos simplemente se van dejando la
luz encendida, para no parecer tan crueles.
Marcelo (más firme):
—¿Entonces esta es la última vez?
Abrazo (con ternura triste):
—Sí. Pero yo voy a quedarme. Voy a repetirme en tus recuerdos, en tu forma de
querer, en tu miedo a que te dejen.
Marcelo:
—Entonces no es un adiós.
Abrazo (susurrando):
—No, Marcelo. Soy el adiós que nunca fue. El que vive en tu memoria poética. El
que vuelve cuando menos lo esperás, cuando alguien te abrace y no sepa hacerlo
como vos deseás. Yo
voy a estar ahí.
Ese día salí de su casa sabiendo que
no lo iba a volver a ver. O al
menos, no de la misma forma.
Porque él ya había hecho lo que vino a hacer: desdibujarme, desarmarme, como un pintor que decide que su obra no sirve
y empieza de nuevo. Yo era esa obra. Yo era ese lienzo que ya no le servía.
Y sin embargo, no me fui vacío.
Me fui lleno de una aceptación dolorosa pero necesaria. Entendí que hay
amores que vienen a enseñarnos cuánto podemos sentir, no cuánto nos pueden
amar. Que hay personas que pasan por nosotros como trenes fantasmas: sin
detenerse, pero dejando un eco imposible de olvidar.
Lo amé. Lo
esperé. Me rompí. Lo entendí. Me fui.
Y así termina este cuento.
No con un portazo.
No con un grito.
Sino con un abrazo mudo que supo más
que mil palabras.
ALDO MARCELO LUNA
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