Tiz... Niño esquilar: CAPÍTULO IV: DE SU PARTE
CAPÍTULO IV: DE SU PARTE
Y sí, me
tocaba. No tenía esa ansiedad que hoy, con mis treinta y pico, me hace sudar al
pensar en lo que imaginará mi círculo íntimo sobre con quién salgo, con quién
comparto silencios. Antes no. En ese entonces, no era ansiedad, no era celos.
Era idolatría, una que Kafka entendería perfectamente: yo era el hijo
extraviado, tembloroso, que frente al padre–ídolo, al dios doméstico, solo
podía tartamudear afecto.
No lo pensaba como un hermano mayor ni como un amante cualquiera. En él, cada
gesto tenía la ambigüedad trágica de un castigo que venía disfrazado de
ternura. Sus abrazos eran como los brazos ausentes de la Venus de Milo:
incompletos, sí, pero suficientes para envolver mis ruinas. Nada sentía. Todo
lo sentía. Me quebraba con su sola presencia. Me reconstruía sin saberlo.
A veces, el
mundo se detenía. Mentiría si dijera que no había momentos felices: los hubo,
los compartimos, callados. No sé si para él lo eran, pero para mí sí. Esos
instantes silenciosos fueron nuestros pactos tácitos de amor imposible. A veces
pensaba que era para siempre. Cursi, sí, lo admito. Pero sincero. Parte de mí
soñaba con salvarnos. Qué infantil. ¿Cómo puede salvarse algo que nunca cruzó
sus navíos en paz, ni siquiera en tormentas?
Miento. Una
vez sí. Una vez, me abrazó. Y en ese acto breve, anuló el comienzo de todo lo
que fuimos. Confirmó que, al menos en mí, ese amor era real. O fue.
Era un
viernes de noviembre de 2006. Lo recuerdo con nitidez. La primavera asomaba su
risa entre los plátanos de Buenos Aires. Yo, herido aún por la pérdida de mi
hermana y de mi padre, decidí buscar consuelo en él, en su mundo. Atravesé la
ciudad hacia sus barrios más profundos, con la intención de compartir un asado,
de verlo en su hábitat, entre sus pares.
Lo que
sentía era asombro. Era un viaje emocional más que geográfico. Iba escuchando
bandas indie en mi MP3 —esas canciones que te curan a fuerza de nostalgia—,
ajeno a todo, sumergido en una calma anticipada. No imaginaba lo que me
esperaba.
Me recibió
contento. Era hermoso verlo. Siempre lo fue. La luz de esa primavera parecía
inventada para ese encuentro. Yo no sabía con quién vivía. Supe entonces que
compartía techo con una estudiante de psicología y otra que aspiraba a ser
chef. No me caían bien, y creo que yo tampoco les resultaba simpático. Me
cambié de ropa. Quería decirles: “Acá estoy, el puto del conurbano, dispuesto a
amar a este caballero que me deja sin palabras, que tiene todas las
respuestas”. Él sabía de todo. O eso me hacía creer. Pero no era arrogancia:
era la distancia generacional lo que alimentaba mi fascinación. Mi idolatría
era, en parte, un tributo a su experiencia.
(Aquí, Aristóteles diría que lo
admiraba porque en él residía la areté, la excelencia. Que mi amor
estaba fundado en el reconocimiento de una virtud superior, que excedía lo
físico y rozaba lo espiritual. Pero también diría que ese amor era desigual,
por tanto, destinado al desequilibrio.)
Fuimos caminando. Cuatro cuadras.
Pero eternas. Las malas vibraciones de esas mujeres hacían del aire una niebla
densa. Llegamos. Me escanearon con la mirada, de arriba abajo, y una de ellas
preguntó con un dejo de juicio:
—¿Cuántos años tenés?
Respondí sin vacilar:
—Dieciséis.
Con orgullo. Con inocencia. Para mí era un regalo. Para ellas, una sorpresa.
Pero para él, para Tiz, era natural. No entendí por qué no se asombraban. Yo
hoy sí me asombraría. Pero entonces, solo importaba estar con él. Era feliz. Lo
juro. Jamás fui tan feliz. No puedo hablar de tristeza o ansiedad en esos días,
porque con él, esas palabras no existían. Al menos, no las dejaba florecer.
(Y aquí, ya perdido en esta
confesión, como el protagonista de El túnel, me pregunto si todo esto
fue amor o solo una obsesión tejida en soledad. Enamorarse de alguien
inalcanzable es una forma de permanecer intacto, aunque la vida pase. Es una
herida que uno lame a escondidas, como quien guarda una carta que nunca llegó.)
Aldo Marcelo Luna
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