Tiz... niño esquilar Sección primera: Prefacio

 



Tiz... niño esquilar

Sección primera:

Prefacio

No, esto no empezó en septiembre de 2006. Las palabras ya venían bailando desde antes, deslizándose como sombras entre teclas de computadora y latidos adolescentes. Venían de los medios difusos de aquel entonces, de foros sin nombre, de chats sin rostros, cuando el internet era una suerte de caverna platónica mal iluminada donde los reflejos no eran más que promesas a medio formar. No había control ni algoritmos que nos acorralaran. Éramos libres, pero no sabíamos qué hacer con esa libertad.

Yo tenía dieciséis años. Y si bien mis años mozos fueron breves y confusos, fueron también definitivos. La apertura de mi orientación sexual no fue un evento, sino una sucesión de latidos, de versos mal escritos en la soledad de mi cuarto, de pensamientos que luchaban por salir del silencio. En mi esfera privada, lo supe desde siempre. En mi esfera pública, lo insinuaba con timidez. Familia, compañeros del Instituto Doctor Emilio Lamarca, el barrio... todos eran escenarios donde yo interpretaba versiones de mí, como en un teatro griego sin público.

Puto. Sí, me he reivindicado con esa palabra, porque negarla es permitir que me la quiten. Pero este cuento no es sobre mi identidad, sino sobre una herida. Una herida vieja, infectada de tiempo, que ni siquiera el niño esquilar —ese que se hacía llamar Tiz, hombre adulto, supuesta brújula en mi caos— supo curar. O peor aún: eligió no hacerlo.

El dolor persiste. No sé si en él, pero sí en mí. Una punzada cíclica, como el eterno retorno de Nietzsche, pero en versión afectiva. Tiz no entendió la responsabilidad emocional. Y yo, a mi modo, tampoco supe exigirla. Porque no sabía que existía.

(Dicen que el amor, cuando es verdadero, crea dioses; cuando es incompleto, crea mitologías. La nuestra fue una mitología frágil, de esas que se narran en secreto y sin final feliz.)

Creo que entre tanto diálogo y contradiálogo, entre tantas capas de recuerdo, me cuesta situarme. No sé por dónde empezar. Pero decidí, aunque sea arbitrariamente, empezar por el primer cruce de palabras. Aquel momento simple que, como todo lo que parece irrelevante, escondía una epifanía.

Fue un encuentro fortuito. Pero como decía Cortázar, con su sabiduría de equilibrista emocional: "Tu amor no me sirve de puente, porque un puente no se sostiene de un solo lado."

Lo supe siempre. Lo oculté siempre. Lo sigo negando, incluso ahora. Porque de esa negación nace este texto, y quizás toda mi manera de entender la vida afectiva. Y aquí pido permiso para ser platónico: no se puede desterrar del alma lo que ha sido parte del Bien, aunque ese Bien haya sido una ilusión. Aun hoy, pensarlo es conversar con él. Y esa conversación interior es vínculo, aunque nadie la escuche.

¿Cómo explicarlo sin caer en el patetismo? Era un infante que acababa de terminar el secundario. Hoy soy un letrado, es cierto. Pero sigo siendo aquel niño que alguna vez creyó que la madurez venía de la mano de alguien mayor. Y que el amor era una forma de revelación.

(Si el amor, como decía Camus, es dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere, entonces lo mío con Tiz fue un acto filosófico. O un absurdo trágico.)

No pretendo imponerte esta historia, querido lector. Como en Rayu.ela, vos decidís si continuar. Yo sólo advierto que este prefacio no es un comienzo, sino una herida escrita.

CAPITULO I.- Encuentro. –

El 13 de septiembre no debería significar nada. Para la mayoría, no es más que un día perdido en el calendario. Un número cualquiera. Un martes, quizás. Pero para mí, ese día fue un punto de inflexión; fue cuando la historia se suspendió para darle paso al instante, como si los relojes cesaran su tic-tac para permitirnos existir sin prisa.

Fue en Plaza de Mayo, ese corazón simbólico donde late la historia de un país. Pero no hubo himnos ni banderas esa tarde. Solo un banco, una espera, y un corazón —el mío— repicando como campanas en misa. Allí se dibujó, sin quererlo, una escena que Borges habría llamado “inofensiva, insignificante, pero inevitable”. Como si en esa geografía monumental se hubiese incrustado una historia mínima que, sin embargo, contenía todo lo que puede doler y todo lo que puede esperarse del amor.

Yo lo esperaba con una mezcla de ansias y timidez adolescente. Él apareció con su chomba celeste, zapatillas blancas, vaquero gastado, el cuerpo de hombre y una barba aún indecisa, como si recién la adultez le estuviera llegando. Y lo vi acercarse, paso a paso, mientras yo permanecía inmóvil, como si cada paso que él daba desacomodara el universo. Lo saludé. Me saludó. Y en un gesto íntimo, me susurró su nombre verdadero al oído, ese que hasta entonces era secreto, un nombre vedado al universo digital donde se hacía llamar Tiz, como si en la ficción virtual pudiera esconder su verdad.

Ahí comprendí que, antes de besarnos, él ya era un enigma. Y yo, que siempre fui propenso a buscar absolutos en lo que se disuelve, quise interpretarlo, entenderlo, descifrarlo, como quien se obstina en leer un manuscrito en una lengua olvidada.

Pero lo que realmente destaco, lo que me obsesiona aún hoy, es la cifra. El número trece.

Él nació un 13 de octubre. Yo, un 13 de diciembre. Y nos conocimos un 13 de septiembre. El trece —ese número incómodo, herético, desviado de la lógica sagrada del doce— nos selló en tres momentos que deberían haber sido advertencias y no invitaciones. Porque si el doce es perfección, armonía, plenitud (como los doce apóstoles, los doce signos del zodíaco, las doce horas del día, las doce tribus de Israel, los doce dioses del Olimpo), el trece es su sombra, su estallido, su impureza.

“El número trece —me decía mi yo racional— es lo que aparece cuando se rompe el equilibrio; cuando la simetría se desmorona”. Pero el yo sentimental, ese que escribe estas líneas, le responde hoy: “y, sin embargo, en ese desorden, fui feliz”.

En el tarot, la carta número trece es la Muerte. Pero no la muerte como fin, sino como transformación. Como el fin de un estado para abrir paso a otro. Y eso fue él: una muerte interior que me obligó a nacer de nuevo, esta vez sabiendo que no todo amor es para quedarse, pero que todo amor verdadero deja marcas imborrables.

“Sólo aquello que se ha perdido es eterno”, escribió Borges. Y lo entendí cuando él me besó, finalmente, en la sala del cine. Un beso tardío, justo antes de que terminaran los créditos. Yo pensaba: “esto no tiene futuro, no habrá un después”. Pero ahí estaban sus labios, cortándome el pensamiento con un gesto que me condenó dulcemente. Y al salir, caminamos de la mano por la ciudad, como si no existiera ya condena ni prejuicio. Él, sin miedo. Yo, como quien flota.

Acompañarme hasta la parada fue, en sí mismo, una forma de ternura. El amor tiene estos matices invisibles: no es el beso, no es el abrazo, sino los gestos intermedios, los cuidados silenciosos, la pregunta “¿llegaste bien?” que me escribió apenas llegué a casa. Y en esa frase se cifraba una promesa: “la semana que viene nos vemos de nuevo”.

Y ahí, el amor se volvió conjuro. Me atrapó, me envolvió. Como decía Cortázar: “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Y yo había encontrado algo. O alguien. O una versión más intensa y frágil de mí mismo.

Pero, querido lector, no te confundas: esta no es una historia de redención, sino de caída. Porque el amor —como la filosofía— no está hecho para consolar, sino para perturbar. Lo dijo Schopenhauer, entre líneas y dolores: “El amor es la voluntad queriendo vivir, aun cuando esa vida implique sufrimiento”.

Y así fue. Fui víctima de una conquista brutal, sí. Pero también cómplice, devoto, creyente. Porque uno ama, incluso cuando sabe que el otro no se quedará. Porque en el fondo, lo que se ama no es la permanencia, sino la intensidad del momento. Y cuando se ha tocado la eternidad en un beso, el olvido se vuelve un crimen.

Y hoy, tantos años después, con el pelo más canoso y la mirada más quieta, todavía vuelvo a ese número, el trece, y me pregunto si en el fondo no fue una advertencia disfrazada de destino. Si acaso el universo, al jugar con nosotros en la matemática del azar, no nos susurró también al oído: “esto es amor, pero no el que dura; es el que marca”.

Y lo hizo. A fuego lento. A fuego eterno. Como hacen siempre los amores que nacen fuera del calendario, fuera del número doce.

Aldo Marcelo Luna

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