La noche en que comprendí el peso de lo que somos





 La noche en que comprendí el peso de lo que somos

No espero que nadie entienda lo que hemos sido, lo que todavía somos, ni mucho menos lo que intentamos ser. Lo nuestro siempre fue extraño para los ojos del mundo, y más ahora, cuando lo íntimo dejó de pertenecer sólo a nosotros. Pero eso… eso ya no me importa. Lo único real es que vos y yo existimos juntos, con nuestras sombras, con nuestras grietas. Lo externo —las opiniones, los juicios, los murmullos— no puede tocarnos si decidimos blindarnos desde adentro. Siempre lo supe: lo ajeno es ruido. Y el ruido no edifica.

Yo, más que nadie, sé cuántas veces fallé. Conozco mis partes rotas, las que te lastimaron. No necesito que nadie me lo diga. Me lo repito en silencio cada noche. Y duele. Me duele ser el responsable de tus lágrimas, de tus silencios, de esa mirada que alguna vez brilló y ahora a veces se apaga. Duele más de lo que soy capaz de escribir. Pero no quiero que mi culpa sea lamento inmóvil: quiero que sea el cimiento del cambio. Y no, no voy a cambiar por vos ni por mí. Eso sería superficial, pasajero. Cambiaré por nosotros. Porque sigo creyendo que podemos levantar algo sagrado con los escombros del pasado. No quiero más templos ajenos ni recuerdos prestados. Quiero que la historia que contemos sea nuestra, con todas sus heridas… pero también con la promesa de sanarlas juntos.

Sé que pedir perdón no alcanza. Pero igual lo hago. Perdón. Perdón por no haber sabido cuidarte, por haberte mirado a veces sin verte, por analizar tus emociones como si fueran ecuaciones que pudiera resolver. Siempre me costó entender que vos sentís desde un lugar al que yo todavía estoy aprendiendo a llegar. Pero cada vez que me tocás con esos besos que curan, con esa sonrisa que me enciende, con ese abrazo que se siente como hogar, algo se rompe adentro mío… y es el muro de mi indiferencia que cae. Cuando eso pasa, te escucho de verdad. Y me hablas en el único idioma que no necesita traducción: el amor.

Lo que nos pasó… ese momento oscuro que nos atravesó… fue real. Fue crudo. Y fue un punto de quiebre. Tocamos fondo, sí. Y aún hoy siento el eco de esa caída. Pero también sé que algo aprendimos: nunca más. Nunca más herirnos así. Nunca más dejarnos solos en medio de la tormenta. Somos responsables, los dos. Y juntos tenemos que rendir cuentas con el amor que decimos tenernos. No quiero que lo nuestro se convierta en una historia apagada, de esas que se susurran en pasado. No. Porque todavía creo —con una fe que a veces duele— que el amor que tenemos es distinto: es uno que no excluye, que no huye, que no condena. Uno que se queda.

Martin, hoy sos mi amor. Sos mi compañero. Sos mi refugio. Sos mi familia. Y eso no es menor. En vos se abrazan todas las palabras que dan sentido a mi vida. Y aunque el futuro a veces se vista de incertidumbre, yo te prometo que lo mejor está por venir. Lo siento, como se siente la lluvia antes de que caiga. Mi sonrisa, esa que sólo vos sabés despertar, no me miente. Y sé que la tuya tampoco. Tal vez eso sea lo único genuino que aún te puedo ofrecer sin fisuras: mi risa cuando estás cerca. Y si en ella todavía podés creer, entonces no todo está perdido.

Tengo la esperanza —esa que no grita, pero que tampoco muere— de que un día vuelvas a confiar en mí como aquel agosto frío, cuando todo era promesa. Y que volvamos a ser eso que alguna vez fuimos: la mejor versión de lo que soñamos.

Estas palabras, nacidas desde lo más oscuro y lo más sincero de mi alma, serán mi manera de decirte que estoy acá. Que no me fui. Que estoy esperando reconstruir lo que destruimos. Que quiero escucharte, cuidarte, volver a ser refugio.

Porque amarte es lo único que aún me salva.

Con todo el afecto, el arrepentimiento y la esperanza que me quedan,
Marcelo Luna
25/02/XXIII

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