Tiz… niño esquilar Capitulo dos: Mis alegrías no muerden De lo que el amor no sabe olvidar

 Tiz… niño esquilar




Capitulo dos: Mis alegrías no muerden

De lo que el amor no sabe olvidar

Ser adolescente es caminar con las venas expuestas, con el alma sin blindaje y la mirada llena de espejismos. Es habitar un territorio donde la rebeldía no es un acto de valentía sino la única forma posible de existir, de decirle al mundo: “Aquí estoy, aunque no sepa quién soy todavía”. Adolescencia: esa isla en mitad del tiempo donde la piel aún no ha pactado con el mundo y los sueños no se resignan al fracaso. Un tiempo en el que el amor no es una certeza, sino una explosión, una fiebre, una pregunta que se arrastra con los pies descalzos por las calles de la noche.

El término "gay", vetusto, anglosajón, alguna vez celebró la alegría. Y en un giro de la historia, de esos que tanto interesarían a Foucault —para quien las palabras son campos de batalla y el deseo una construcción vigilada—, terminó por nombrar el amor entre varones. Pero, ¿acaso no fue siempre eso? ¿Alegría? ¿Subversión? ¿Un gesto contra el reloj y la norma?

Recuerdo que Tiz, en su voz como de seda entibiada, me dijo que quería verme el fin de semana siguiente. Y mi corazón, que era un animal asustado y jubiloso, se desbocó entre la confusión y la esperanza. Yo no podía unir el destiempo entre nuestras edades, entre mi cuerpo aún en obra, de secundarista con barba apenas insinuada, y el suyo, ya hecho, definido, esbelto como una estatua pagana. Nos separaba la biología, el almanaque y quizás también la lógica. Pero la lógica nunca fue buena amante.

Nunca supe si lo nuestro era amor para él. Yo, lo confieso, lo idolatraba con el fervor con que los antiguos miraban al sol: sabiendo que podía cegarlos, pero sin poder dejar de hacerlo. Dormir en su pecho cubierto de vello era como recostarse en el pecho de un dios olvidado por el siglo XXI. Sentir su piel era pertenecer, aunque fuera por un segundo, al lugar de lo sagrado.

Lo amaba como se ama aquello que se sabe irrealizable: con una dulzura que luego te carcome los dientes. Como dice la canción de Adicta: “nunca creí en milagros, pero te vi curar”. Él era mi acertijo verde. Mi propia esfinge. No me importaba no conocer las respuestas, porque amaba la pregunta. Él salva vidas. Yo administro violencia. Y en ese contraste se resumen nuestras historias. Él es futuro. Yo soy testigo del castigo.

La segunda vez, el universo nos jugó una broma borgiana. Una estación mal entendida: yo en Retiro, él en Constitución. Dos líneas paralelas que solo se cruzaron porque alguien —¿el azar? ¿el amor? ¿la voluntad?— hizo que tomara el subte línea C, y se apareciera con esa sonrisa que enceguece a los necios y a los poetas. Traía un chocolate como ofrenda. Yo detesto lo cursi, pero él convertía lo empalagoso en símbolo. En bandera.

Él, libriano: justo, emocional, oscilante. Yo, sagitariano: errante, filosófico, impetuoso. El fuego que va delante, la brisa que duda. Así era nuestro vínculo: una danza entre el deseo de avanzar y el miedo de arruinarlo todo. Un equilibrio imposible entre dos signos que se rozan y se esquivan.

Paseamos por Puerto Madero, por la Torre de los Ingleses, por la calle Florida. Nos detuvimos en el Puente de la Mujer, donde él, como si invocara a una de las Ocampo, me dijo: “No demuestres tanto afecto”. No supe si fue una ironía, un llamado a la sintonía o una súplica para no arruinar lo que aún no se había formado. Desde entonces, todo fue duda y coreografía de modales.

Luego, vino la invitación a su casa en Flores. Sin miedo, porque eso es lo que tiene el adolescente: la osadía de quien aún no ha sido domado. Nos subimos a un colectivo cuyo número he olvidado, pero no su gesto: se recostó en mi hombro delante de todos, en un transporte público lleno. Nadie dijo nada. Nadie nos agredió. Solo mi mente —obsesiva, analítica, rota— fue quien gritó por dentro: ¿por qué él podía hacerlo y yo no? ¿Por qué ese control sobre mí que yo le entregaba con una devoción peligrosa?

Ceder es a veces una forma de desaparecer. Y yo, que tanto lo deseaba, lo fui perdiendo sin darme cuenta.

En su departamento, me esperaban unos fideos con salsa a los cuatro quesos. El mantel invisible de una cena íntima que no podía digerir, porque los nervios eran un nudo en la garganta. Era un departamento tan grande como las preguntas que yo me hacía sobre mí mismo.

Terminamos la cena. Me invitó a su habitación. Limpia. Serena. Me senté al borde de su cama. Y ahí, lector —como diría Silvina Ocampo—, dejo al misterio el resto del relato, porque hay momentos que, de tan intensos, solo pueden sobrevivir si permanecen en sombras.


Aldo Marcelo Luna

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