Aquella Lámpara.
Aquella Lámpara.
No sé si esto ocurrió de verdad o si
lo imaginé después de demasiadas noches sin dormir. Sé que era de mañana. Lo sé
porque el cielo estaba gris y los autos lanzaban su aliento frío contra las
veredas mojadas. Esperaba el colectivo que me lleva al Poder Judicial de Lomas
de Zamora. No me sentía vivo ni muerto. Solo en pausa. Tenía los auriculares
puestos. Lana del Rey sonaba a todo volumen. Y entonces lo sentí. Un leve roce.
Alguien me tocó el hombro. Me di vuelta. Nadie.
Ese vacío, esa ausencia con forma,
me llevó directo a lo que había leído la noche anterior: El Horla. Me
había quedado dando vueltas en la cabeza, como una enfermedad que no se cura
con reposo. Me sentía observado. Perseguido por algo que no podía nombrar. Me
giré otra vez. Y ya no estaba en la calle. No sé cómo, pero aparecí en el
living de mi casa.
Todo parecía igual. Pero no era
igual. Me senté en el sillón. Abrí la computadora. Las noticias eran las mismas
de siempre. El dólar en alza. La política reducida a insultos. La gente rota y
cansada. Me agotaba hasta la pantalla. Puse otra vez a sonar a Lana. Su voz
flotaba sobre mí como un velo. Entonces vi la lámpara. Era amarilla. Amarilla
como un sol domesticado. Amarilla como la risa que ya no me salía.
Entró Agustina. Mi hermana. Con esa forma de irrumpir
sin golpear. Me abrazó con palabras. Me contó que su ahijado había aprendido a
escribir su nombre solo. Me dijo que cada vez que veía una imagen mía, decía:
"Ahí está el padrino". Me dolió. Un dolor dulce, como si el amor
también pudiera dejar marcas. Le pregunté, "che, gorda, ¿viste esa lámpara
amarilla? ¿De dónde salió?". No me escuchó. O sí, pero no dijo nada. Me
mostró una foto. Ella y su novio. Comprometidos. Con remeras amarillas los dos.
El amarillo empezó a pesarme. El amarillo era ¡AGUSTINA!: alegría, calidez, infancia. Pero
también era exigencia. Era tener que estar bien cuando no podes.
"Qué lindo, che. Hay que
ahorrar para el casamiento", le dije, como si mi voz pudiera aferrarse a
una esperanza ajena. Saqué unos panes saborizados, quise compartir un mate. Y
de pronto, ya no estábamos en el living. Estábamos en la cocina. El mundo se
movía sin mí.
Ella me dijo: "Batallá esas batallas que ni ves. Escúchate. No te desconozcas".
Quise llorar, pero no pude. Me di vuelta. Estaba MAMÁ. Con su
juego de llaves tintineando como campanitas tristes. Entró con un remerón rojo,
jeans y botas negras. Se las había regalado la Navidad pasada. Venía de la
Capilla. Traía chismes. Rumores de la Sociedad de Socorro. Yo también tenía
cosas que contar. Quise mandarle un mensaje a Daniel, pero
entonces vi la lámpara del techo. Era roja.
"¿Daniel la
cambió?", pregunté. Nadie respondió. mamá habló de ser la
nueva presidenta de la Sociedad de Socorro de la Estaca de Parque Barón. Reía y
lloraba. Reía como se ríe quien ya no quiere llorar. "No llores, voy a ir
a verte siempre", decía. "Pero me estás viendo", le respondía. "No
te hagas problema. Solo preocúpate por vos". Le pregunté si el obispo
había preguntado por mí. Le pregunté por Daniel otra vez.
"La lámpara quedó linda", murmuré. El rojo era MAMÁ:
fuerza, batalla, cuerpo que resiste. Pero también era la violencia que había
sufrido y callado. El rojo era amor y también furia antigua.
Puse un CD de rock nacional. Fuerte.
Quería romper algo. Quería romperme. DANIEL entró. Me pidió
que bajara el volumen. Me sentí feliz de verlo. Le pregunté cómo le había ido
en la facultad. Enfermería en la Universidad de La Matanza. Su lugar. Su raíz.
Me contó que otra vez había enseñado RCP. Lo había hecho tantas veces que ya lo
hacía con los ojos cerrados. Reí. Después miré mi escritorio. El velador
era verde.
No lo recordaba así.
"¿Quién lo cambió?", pregunté.
Daniel me miró, tranquilo. "Yo. Hace cuatro años. Para
que no te doliera la cabeza cuando estudiabas. Para que no fueras tan duro con
tu cuerpo". Me acarició el pelo. Me dijo: "Seguí esforzándote. Tenés
que levantarte. LEVANTATE".
El mundo vibró. Todo mi cuerpo
escuchó esa palabra. Me levanté. A mi alrededor: MAMÁ, AGUSTINA,
DANIEL. Todos. Me habían encontrado tirado. Había tomado
demasiado. Dormí unas horas. Vomité todo. Me desarmé. Pero también supe, con
una certeza nueva, que no podía seguir así.
En el Poder Judicial de Lomas de
Zamora me habían matado de a poco. El silencio. La burla. El desprecio. La
indiferencia. La violencia laboral. La institucional. La de género. Todo eso me
había comido desde adentro. Cada color tenía un precio. El amarillo de la
alegría forzada. El rojo del amor que aprieta. El verde de la esperanza que se
convierte en exigencia.
Me interné. No fue fácil. No lo fue. Pero lo
hice. Salí. Y al llegar a casa, encendí la computadora. Lana del Rey volvió a
sonar. Puse un título.
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