LIFT YOUR SPIRITS (ARRIBA EL ÁNIMO)
LIFT YOUR SPIRITS (ARRIBA EL ÁNIMO)
No era un concurso ni una galería de arte; eran las paredes del sector "G", testigos mudos de una caricia al alma en medio del encierro patológico, homicida de la esencia, asesino de la alegría, adormecedor de los sueños bajo el peso de las píldoras matutinas. Eran pinceladas de resistencia, gritos de color en un paisaje gris, recordándonos que incluso en la oscuridad más densa, aún hay luz para quien decide seguir batallando. No solo por uno mismo, sino por los demás, por aquellos que aún no han encontrado su voz.
Esa mezcla de colores, de trazos compartidos entre quienes pintaban mándalas con lo poco que había, lo justo y necesario, era un refugio. Un escudo contra la monotonía, un hilo de esperanza que, aunque tenue, nos mantenía en pie. Despertar y contemplar esos fragmentos de arte era una forma de recordar que el espíritu debía mantenerse elevado, aun cuando la semana o el día pesaran como un yugo invisible. Entre congojas y nostalgias, entre cigarrillos consumidos y charlas eternas sobre caídas y renacimientos, pérdidas no materiales, sino emocionales, distancias de quienes no logran empatizar. Entre cumbia y pileta, entre reuniones de Alcohólicos Anónimos y lecturas de tarot, el tiempo se diluía en la espera de una libertad que no era solo física, sino mental. Porque al final, ¿qué significa encajar en una sociedad que teme lo diferente? Aprendemos a sonreír, a fingir que todo está bien, a ajustarnos al exacto status quo, aunque en el fondo gritemos en silencio.
¿Qué es lo que quiero decir? Que cada mañana, a las cinco, me despertaba, me tomaba una ducha y encontraba a Viviana, la enfermera. Le contaba el rumor del día anterior o le anticipaba mis planes, inciertos como siempre. En esa vida oscilante entre la abulia y la hiperactividad, entre no saber si era un vago o una mente inquieta, un intelectual o un soberbio, un drogadicto o un marginado. Siempre ambivalente, siempre en el limbo de las definiciones ajenas. Pero siempre "Manzana", el apodo que con cariño me fue otorgado y con el que tantos decidieron guardarme en su memoria poética.
Ahora me disperso. Se me apagó el cigarrillo y tuve que encenderlo de nuevo, y ese instante de humo me devuelve a las reuniones en mi pieza con Ucra y otros compañeros del San Juan. Pero estaba escribiendo otra cosa, aunque en el fondo todo se entrelaza. Porque esto es más que un relato: es una confesión de mi relación con la sociedad, con el trabajo, con los afectos. Es la constante lucha contra la incomprensión, contra el juicio de quienes jamás han sentido esta sensibilidad fluctuante, a veces luna menguante, pero en su mayoría, luna llena. Qué locura. Uso el humor como escudo, el desahogo como salvavidas, porque allá afuera esperan que encaje en un molde que nunca fue hecho para mí. Y yo solo quiero ser aceptado, sin máscaras ni artificios, sin la necesidad de fingir para existir.
Debo insistir en la inspiración de esas paredes, en la necesidad de que el arte nos salve, aunque sea durante el mate cocido y el pan del desayuno. En esos momentos, leer los papeles pegados con cinta en la enfermería era casi un ritual. Frases como: “Metas muy altas y una personalidad depresiva no es la mejor combinación; que la frustración no te afecte”, o “Si hoy un familiar viene a visitarte, no olvides decirle que los abrazos curan”. Y tantas otras, como “No es lo mismo lo que pasa por tu cabeza que lo que pasa en la realidad; que nadie opaque tu brillo”. Porque en 32 días ahí dentro, el tiempo tomaba otra dimensión: una hora afuera era una eternidad en nuestro propio Júpiter.
Y sin embargo, incluso en ese universo de sombras, la esperanza nunca nos abandonó. Porque siempre hay un mañana, siempre habrá nuevas paredes que pintar, siempre quedará la lucha por ser auténticos y libres, aún en medio de las cadenas invisibles del mundo.
Aldo Marcelo Luna
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