Centauro en ruinas

 

Centauro en ruinas





No me caracterizo por la tibieza. Al contrario, hay en mí una furia que no se deja domesticar: la mitad de mi cuerpo —si acaso pudiera hablar de límites precisos— pertenece a un centauro. No sé si yo le pertenezco a él, o si él es apenas la prolongación salvaje de algo que me excede. No es una metáfora fácil: es una fusión orgánica, espiritual, quizás maldita. Galopa en mí una bestia que piensa con músculos, que reacciona antes de hablar, que embiste antes de razonar. ¿Y qué ocurre con mi parte humana? Queda opacada, a veces, aplastada bajo la pezuña de ese impulso. Podría decirse que mi alma es un centauro: mitad vértigo, mitad vergüenza.

Si hay confusión en estas primeras líneas, dispénsemela el lector. No escribo desde la lucidez sino desde una congoja espesa, una que aprieta el pecho como si la angustia misma fuese un órgano. No quiero exagerar, pero uno no siempre puede elegir la proporción del dolor. Lo que se siente ahora es real. Tal vez, cuando usted termine de leer, esto no sea más que una nota a pie de página en la llanura pampeana del alma. Una aguja olvidada entre pastos altos, sin otro sentido que haber sido.

He sido mi propio juez, mi propio carcelero. He dictado sentencia tras sentencia contra mí mismo, como si llevara un tribunal adentro. La maldición del autoanálisis. La trampa del espejo. Cada palabra dicha, cada gesto mal medido, cada silencio incómodo me persigue con la exactitud de una condena kafkiana. Pienso en cómo me muevo entre los otros, en cómo me proyecto, en cómo me absorben sus miradas como si fueran espejos que devuelven una imagen siempre deformada. Y al final del día, me acuesto con esa fatiga que no es del cuerpo, sino del alma; y despierto igual, como si no hubiera habido tregua entre un día y otro.

Romper esa rueda. Salir del centrifugado. Eso quiero. Pero ¿cómo se recupera la individualidad en un mundo que la somete al grupo, al ruido, al juicio ajeno? ¿Cómo mantener el alma intacta cuando la piel ya ha sido desgarrada por lo hostil?

Los ambientes —y las personas— generan lo que soy. Y lo que me cuesta es no ser eso. No convertirme en una reacción, en una defensa, en un espasmo. El dolor se esconde, sobre todo, en el trato. En lo no dicho. En el roce que se hace herida. Y no siempre contesto con la misma moneda; no por virtud, sino por cansancio. Hay algo secreto, sin embargo, que descubro: el arte de tender una soga. De sostenerse cuando uno está por ser absorbido por la violencia del otro o de uno mismo. La individualidad, entonces, no es una afirmación de ego, sino una resistencia, una forma de romper con lo común, de no fundirse en la turba del malestar general.

Porque andar en concordia no es vivir en paz; es elegir —una y otra vez— no disolverse en el caos ajeno.

Alguna vez, ingenuo, les llamé "mariposas" a esas punzadas que me apretaban el estómago al ver a alguien que me gustaba. Hoy, apenas me muerden las tripas, descubro lo ridículo de ese nombre. No eran mariposas. Eran lobos. Eran presagios.

Soy un ser contradictorio, como todo el mundo, pero con la desgracia de saberlo. No soy perfeccionista, y sin embargo, exijo que todo funcione. No necesito orden, pero sí estructura. En mis manos, todo proyecto parece un caos... hasta que de pronto algo estalla, como una constelación secreta que cobra forma, y entonces el resultado impacta.

Soy feliz —sí, a ratos—, pero tengo un temperamento de pólvora. Si siento que abusan de mi bondad, exploto. Y no aviso. Como esos relojes sin segundero que de pronto marcan la hora exacta.

A veces soy tan brutalmente honesto que ni yo sé si insulté o iluminé. No es crueldad; es transparencia. Pero incluso eso a veces duele.

Siento la necesidad de alejarme. No de irme, no siempre. Sólo correr unos metros. Respirar. Recuperar el silencio. En el fondo, soy un ermitaño de ciudad. Un lobo estepario atrapado en una oficina.

Y cuando me enojo, no me quedo ahí mucho tiempo. Un gesto sincero me desarma. Soy optimista, aunque la vida me haya enseñado a mirar por el rabillo del ojo. Prefiero la paz. No por bondad. Por economía emocional.

No le temo al compromiso. Le temo a la traición. No a la ajena. A la mía. A comprometerme con alguien que me obligue a dejar de ser quien soy.

Trato a mis enemigos con la atención que merecen. A quienes descuido, y no debería, es a los amigos. A veces me olvido de regar los vínculos que más amo.

Mis celos, si aparecen, no son por posesión. Son por el tiempo perdido. Por los instantes que ya no vuelven. Por lo que pudo ser y no fue. Las personas tal vez regresen. Pero los momentos no.

Hay días en que me despierto y soy un centauro desbocado. Otros, apenas una sombra que quiere recogerse en sí. Pero siempre —siempre— estoy buscando ese punto donde se reconcilien las partes, donde el animal no devore al humano, donde el yo deje de ser juez y pase a ser testigo. Donde, como diría Borges, al fin pueda perdonarme la forma que tiene mi destino.


Aldo Marcelo Luna 

Comentarios

Entradas populares